Criptografía o la ciencia de los mensajes secretos
Ocultar tus mensajes a los ojos de tus enemigos o competidores es tan antiguo como la civilización. Y es que encontrar una forma rápida y eficaz de enviar mensajes de manera segura es fundamental para la supervivencia de una empresa, un país y un imperio. Así nació la criptografía.

La información es poder. Ocultar la información que uno posee a sus potenciales competidores o enemigos es asegurar ese poder. La existencia de secretos ha sido y es fundamental en las relaciones diplomáticas, en la industria, en la privacidad de las personas. La transmisión de información, la comunicación, es una parte fundamental de la vida humana. Lo que no es habitual es la transmisión limpia de información: intervenir, contaminar, desinformar, ocultar y descubrir es parte de ese juego de poder. Quien más información acumula y quien mejor la oculta es quien posee más poder.
¿Qué no daría un general por conocer los planes de los ejércitos enemigos? ¿Qué ocurriría si cualquiera tuviera acceso a datos restringidos como cuentas bancarias o números de tarjetas de crédito? En las duras negociaciones diplomáticas, ¿no tiene más probabilidades de ganar quien conozca los verdaderos objetivos del otro país y hasta dónde se encuentra dispuesto a ceder? Esto sucedió en la Conferencia de Desarme de Washington en 1921. El servicio de inteligencia norteamericano había conseguido descifrar el código secreto diplomático japonés y gracias a ello supo que si se les presionaba, abandonarían su pretensión de tener una armada comparable a la de EE.UU. Con esta información los norteamericanos consiguieron que Japón tuviera la mitad de barcos de guerra que ellos. Diferencia que resultó importante en la II Guerra Mundial.
Éste, y no otro, es el origen de la criptografía, el arte de escribir mensajes en clave secreta o enigmáticamente. Su contrapartida es el criptoanálisis: descifrar el mensaje sin poseer la clave. El mundo de la transmisión de secretos es una batalla entre criptógrafos y criptoanalistas.

Los primeros criptogramas
En las tumbas del antiguo Egipto podemos descubrir ejemplos de escritura cifrada, a la que se le atribuía un valor mágico y religioso. En la antigua Grecia, los éforos espartanos (gobernantes) espartanos transmitían sus instrucciones a sus estrategas (generales) utilizando un bastón, la escítala. El historiador griego Plutarco lo describe como una vara de la que se preparaban varios bastones idénticos, alrededor de los cuales se enrollaba una tira de pergamino. Las órdenes se escribían a lo largo del bastón. Desenrollada sólo contenía una sucesión de letras inconexas: para poder leer el mensaje era necesario otro bastón idéntico.
Los hebreos utilizaban el atbash, una simple forma de codificación donde las letras del alfabeto se colocan en dos columnas. La superior está escrita en sucesión de izquierda a derecha, y la inferior, de derecha a izquierda. Así, si la letra a encriptar aparece en la primera fila, se sustituye por la inmediata inferior; y al revés, si aparece abajo, por la inmediata superior. De este modo, en Jeremías 25:26 y 51:41 la ciudad de Babel está codificada como Sheshach.
Julio César también utilizó la criptografía. Sus órdenes las ocultaba siguiendo un sencillo método de desplazamiento, descrito por Suetonio: «Para quienes deseen saber más diré que sustituía la primera letra del alfabeto, la A, por la cuarta, D, y así sucesivamente con todas las demás».
Durante el Renacimiento la criptografía fue una diversión más. Muchos gobernantes mandaban mensajes cifrados simplemente para ver si su vecino era capaz de descifrarlos. Pero a principios del siglo XX, con la aparición de la radio y la posibilidad de enviar mensajes a gran distancia, se produjo la gran explosión de la criptografía y su desarrollo como ciencia. Cualquiera podía escuchar las órdenes radiadas desde el cuartel general a los barcos, aviones y tropas; cualquiera podía interceptar los cables diplomáticos con los pasos a seguir en tensas negociaciones.
La llegada de la radio
La única forma de evitar que el enemigo se haga con información reservada es utilizar códigos secretos. Para ello existen dos técnicas: los libros de códigos y las claves. Un libro de códigos es como un diccionario: cada palabra o frase completa están representadas por grupos de letras o cifras. Por ejemplo, durante la I Guerra Mundial la armada alemana utilizaba un libro de códigos que contenía 34 000 palabras y órdenes.
Los problemas de este tipo de encriptación son evidentes: sólo pueden usarse palabras con traducción asignada y hay que cambiar de manera regular los libros de códigos, lo que resulta muy costoso. Si no se hiciera así, los criptoanalistas terminarían por ‘romper’ el código: una de las reglas básicas de la criptografía es que las posibilidades de romper un código crecen con la cantidad de texto cifrado accesible. El otro método de encriptación, más extendido, es el uso de claves; en el fondo, un conjunto de operaciones que convierten un texto normal en cifrado y viceversa.
Gran Bretaña fue uno de los países donde más se desarrolló la moderna criptografía. En la sala 40 del Almirantazgo, en Londres, se creó la primera unidad de codificación del mundo. Cosechó importantes victorias, una de las cuales ocurrió durante la I Guerra Mundial.

El telegrama Zimmermann
Poco más de las diez y media de la mañana del 17 de enero de 1917, William Montgomery -un hombre que además de ser pastor protestante era un excelente criptoanalista en la sección diplomática de la Sala 40- examinaba un mensaje cifrado con un código que llevaba funcionando unos pocos meses y conocido como 0075, un diccionario doble de 10 000 palabras o frases. Estaba dirigido al embajador alemán en Estados Unidos, el conde Johann Heinrich Andreas von Bernstoff. Montgomery y su ayudante Nigel de Grey pudieron identificar la firma de Arthur Zimmermann, el Ministro de Asuntos Exteriores alemán. El telegrama hacía referencia a otro que ya estaba viajando entre Estados Unidos y México y hablaba de guerra y alianzas con Alemania. Los ingleses pudieron hacerse con él. El resultado fue sorprendente: si México declaraba la guerra a Estados Unidos para recuperar sus antiguos territorios de Nuevo México, Arizona y Texas, Alemania le apoyaría. El presidente Thomas Woodrow Wilson, que había fomentado activamente la no beligerancia de su país, se vio forzado a entrar en guerra contra Alemania.