La muerte de Albert Einstein
A mediados del siglo pasado desapareció quien fuera reconocido por la revista Time como la Persona del Siglo. Sus cenizas fueron esparcidas en el río Delaware pero eso no impidió que robaran su cerebro y sus ojos.

La tarde del 16 de abril de 1955 Einstein estaba descansando en su dormitorio. De pronto su secretaria Helen Dukas le escuchó caminar deprisa hacia el baño y caer al suelo. Su médico, Guy Dean, vio que era grave e insistió en llevarlo al hospital, pero Einstein se negó. Dean le puso una inyección de morfina para calmar el dolor.
A la mañana siguiente volvieron a insistir que fuera al hospital, pero él siguió en sus trece: solo le convencieron cuando le dijeron que de seguir así iba a ser una carga para Dukas. Una vez allí le colocaron un gotero con suero y le administraron medicinas contra el dolor. Obsesionado con el trabajo, llamó a Dukas para que le acercara el borrador de un discurso que estaba preparando para una aparición televisiva en conmemoración del séptimo aniversario del estado de Israel, una copia del semanario político I. F. Stone's Weekly y sus últimas notas sobre la teoría del campo unificado. Estaba revisándolas cuando su amigo Otto Nathan apareció. Einstein se llevó la mano a su corazón y le dijo que sentía que estaba cerca de obtener la teoría correcta.
Después de examinarle y comprobar que se trataba de una hemorragia interna provocada por la rotura de un aneurisma de aorta abdominal, del cual ya había sido operado en 1948, los médicos le aconsejaron someterse a otra operación. Él se negó en redondo: “No creo en prolongar la vida artificialmente”, dijo. Sus amigos y familia insistieron, pero Einstein siguió en sus trece. Su hijo Hans Albert, que iba a tomar un avión desde California, les dijo: “Dejadlo en mis manos. Mañana conseguiré que diga que sí”. Pero mañana iba a ser demasiado tarde.
A medianoche Dean pasó a ver cómo se encontraba y vio que dormía. A la una y cuarto de la madrugada la enfermera de noche se percató que le costaba respirar. Con ayuda de una compañera lo incorporaron para que pudiera hacerlo con facilidad. Adormilado, masculló unas palabras en alemán, respiró profundamente dos veces y murió. Era el 18 de abril. Tenía 76 años. Dos días antes había dicho a un amigo íntimo: “No estés tan triste. Todos tenemos que morir”.

Robacadáveres
Pocas horas después el jefe de patología del Hospital de Princeton, Thomas Harvey, realizaba la autopsia al cadáver. Harvey extrajo y pesó el cerebro del genio: 1230 gramos. Y sin el consentimiento de la familia y en contra del deseo de Einstein, que pidió ser incinerado, se llevó el cerebro a un laboratorio de la Universidad de Pensilvania, donde lo diseccionó en aproximadamente 240 pedazos. Un robo con todas las letras.
El cerebro estuvo desaparecido hasta que en 1978 fue redescubierto por el periodista Steven Levy: Harvey había conservado los trozos del cerebro en alcohol en dos grandes envases dentro de una caja de sidra. Pero esa no fue la última de sus aventuras. Una noche de invierno de 1996 parte del cerebro de Albert Einstein cruzó la frontera con Canadá dando botes dentro de dos envases llenos de alcohol en el maletero de un Dodge.
Realmente ha recorrido el mundo: ha estado en lugares tan sorprendentes como un refrigerador para cervezas, un bote de té en las afueras de Tokyo o un frigorífico en Honolulu. Claro que eso no es lo único que alguien se llevó de la sala de autopsias del Hospital de Princeton: su oftalmólogo Henry Abrams se quedó con sus ojos, que tuvo ocultos durante décadas en la caja de seguridad de un banco de la costa este de New Jersey.

Harvey nunca devolvió el botín. En 2010 sus herederos lo entregaron al Museo Nacional de Salud y Medicina en Silver Spring, cerca de Washington, junto con 14 fotografías del cerebro completo que nunca antes se habían hecho públicas. Más recientemente, el Museo Mütter de Filadelfia adquirió 46 cortes del cerebro de Einstein, montados en portaobjetos de microscopio, que exhibieron en 2013.
La muerte de Einstein significó el final de una era. Pero no la de nuevos y grandiosos experimentos, sino la de un modo de trabajo. La imagen del científico solitario que con la única y exclusiva fuerza de su mente es capaz de modificar profundamente la visión del mundo en que vivimos, murió con él. Desde entonces, y salvo raras y puntuales excepciones, la física es labor de grupos de investigación.