El día en que Dios ayudó a la NASA
El Apolo 8 fue una misión mítica, y por muchos motivos. No solo por ser la segunda misión tripulada del programa espacial que llevaría al hombre a la Luna, sino por la demanda civil que presentó una mujer que consideró que incumplía de los derechos civiles.
El 21 de diciembre de 1968 salió al espacio el Apolo 8. Fue todo un hito: la primera misión tripulada en salir de órbita terrestre, orbitar la Luna y regresar a la Tierra. La tripulación estuvo compuesta por el comandante Frank Borman, el piloto del módulo de mando James Lovell y el piloto del módulo lunar William Anders. Los tres se convirtieron en los primeros humanos en salir de órbita terrestre baja, ver la Tierra completa y el lado oculto de la Luna, y los primeros en ver el amanecer de la Tierra desde la Luna. Henchidos de espiritualidad, en la Nochebuena de 1968 los astronautas leyeron a la Tierra las primeras diez líneas del Génesis. Todo muy espiritual, pero la NASA no sabía lo que se le venía encima.
Demanda contra la NASA

El día en que Dios ayudó a la NASA
Entonces entró en acción Madalyn Murria O’Hair, una atea militante que en 1963 consiguió que se suprimieran las plegarias obligatorias en las escuelas públicas -y por las que se ganó el título de “la mujer más odiada de América” según la revista Time-. O'Hair protestó por lo que consideró como “un intento de imponer en el mundo la religión cristiana del gobierno de los Estados Unidos”.
Tres días después de la lectura del Génesis, en agosto de 1969, demandó a la NASA solicitando un mandato judicial contra este tipo de manifestaciones religiosas. Presentó la demanda en el Tribunal de Distrito para el Distrito Oeste de Texas pero fue sobreseída por no considerar que fuera un asunto del tribunal. El caso terminó en la Corte Suprema que también lo desestimó porque se consideró no competente para juzgarlo. Con todo, desde entonces la NASA fue mucho más cuidadosa a la hora de apoyar abiertamente causas religiosas, o mejor dicho, causas religiosas cristianas.
Y más les valía. En los primeros días de la carrera espacial, los técnicos de la NASA no tenían ningún reparo en encomendarse a la divinidad. Por ejemplo, en 1958 y después de varios fracasos con su cohete de lanzamiento, los técnicos que diseñaron el cohete Vanguard se decidieron a colocar una medalla de San Cristóbal -el patrón de los conductores- en la base de la caja del giroscopio en el segundo nivel del sistema guía. La consiguiente modificación de las especificaciones fue firmada con diligencia por el personal necesario. Pero lo más maravilloso era el objetivo específico de la medallita. Así rezaba en el formulario: «Incorporación de guía divina».
Y no sólo eso. Al principio todos los astronautas norteamericanos eran devotos protestantes, lo que era una manera de distinguir el piadoso esfuerzo espacial norteamericano del soviético ateo. Cuando los cosmonautas comunistas declararon que no habían encontrado a Dios allá arriba en Estados Unidos muchos insistían en que los los no creyentes no debían participar en el programa espacial. En una convención de capellanes de militares celebrada en 1963, el general de brigada Robert Campbell declaró que «no hay lugar para los agnósticos en el programa espacial y de misiles norteamericanos».
Aldrin comulgó en la Luna
Cuando el Apolo 11 aterrizó en la Luna, Aldrin, presbiteriano y profesor en la escuela dominical, pidió silencio radiofónico al control de la misión. Entonces desenvolvió un pequeño paquete que le había entregado su pastor y que contenía uno frasco de vino, algunas hostias y un cáliz. Aldrin comulgó y leyó el capítulo 15 versículo 5 del Evangelio de San Juan. Como comentó posteriormente: “Era interesante pensar que el primer líquido que fue derramado en la Luna y el primer alimento que se consumió eren elementos de la eucaristía”. Después, y ya con la radio conectada, leyó unos fragmentos del Salmo 8. Tampoco está de más que lo primero que hizo Aldrin al pisar la Luna fue... pis.
Ateos y creyentes ante la carrera espacial

Giotto
No hay duda que la aventura espacial estuvo profundamente marcada por los sentimientos religiosos de sus protagonistas. Bien es cierto que la libertad de expresión es garante de expresar nuestros sentimientos y posturas religiosas, pero a veces me pregunto qué hubiera pasado si a alguno de los astronautas, tras extasiarse ante la hermosura de la Tierra de vista desde el espacio y de lo poco que significamos ante la inmensidad del universo, se le hubiera ocurrido leer este párrafo de Bertrand Russell: «Creo que cuando me muera me pudriré y no sobrevivirá nada de mí. No soy joven y amo la vida, pero me parece despreciable temblar de terror ante la idea de la aniquilación. La felicidad no es menos verdadera porque deba terminar, lo mismo que las ideas y el amor no pierden valor por el hecho de no ser eternos».
No sé, pero mucho me temo que la respuesta no hubiera sido agradable. Sobre todo conociendo cómo son los norteamericanos en temas de religión...