Un mosquito, un inglés y un árbol misterioso: la historia de la quinina
La malaria es una enfermedad que ha matado a más de la mitad de todos los seres humanos que han vivido sobre la Tierra, y el mejor arma que tenemos contra ella es una medicina tradicional quechua para las fiebres.
La quina, como el ácido acetilsalicílico, se extraía pulverizando la corteza de un árbol, la cinchona, que crece en las selvas montañosas del Perú. Debido a su fuerte sabor amargo, se solía disolver en agua azucarada. Este es el origen del “agua tónica”.
La introducción de la quinina marcó el comienzo de la farmacología moderna, y también permitió la implantación del colonialismo europeo en África. Hasta entonces los europeos perdían grandes cantidades de tropas y colonos en su esfuerzo por conquistar África (“la tumba del hombre blanco”). América se había convertido en un terreno perfecto para la proliferación del mosquito Anopheles que llegó a bordo de los barcos europeos al Nuevo Mundo.
Las potencias europeas se enfrentaban a un enemigo invencible, el mosquito, y tenían las de perder. Así, en julio de 1698 cinco buques escoceses con 1200 colonos marcharon para crear Nueva Caledonia en Darién, Panamá, un lugar perfecto para establecer un enclave comercial. A los seis meses del desembarco la mitad de los colonos habían muerto de malaria; en el verano la tasa de muertos llegó a ser de diez por día. Suerte similar les esperó a los pobladores de la colonia inglesa de Virginia: de 1607 a 1627 más del 80% de los recién llegados murieron de malaria antes de que cumplieran un año en el Nuevo Mundo.
Una nueva esperanza

Receta de la quinina
Pero a mediados del siglo XVII en los salones sociales de toda Europa empezó a correr un insistente rumor: había una milagrosa medicina contra el 'mal aire' en un misterioso lugar llamado Perú. Pocos años después Europa era un hervidero de noticias ensalzando el asombroso poder de la “corteza de los jesuitas”, “el polvo de la condesa” y la “cinchona”. Según la leyenda, doña Francisca Enríquez de Rivera, cuarta condesa de Chinchón y Virreina del Perú, se había curado milagrosamente de 'fiebres tercianas' gracias a esa misteriosa medicina. Sin embargo, el descubrimiento en 1930 en el Archivo de Indias del Diario del Virreinato de Chinchón (mayo de 1629-mayo de 1639) nos revela que quienes sufrían de las fiebres eran el Virrey y su hijo; incluso aparecen las fechas y tratamientos a los que se sometieron.
No sabemos la fecha exacta de la llegada de la corteza a España: la primera descripción botánica es de 1663, aunque anteriormente dos religiosos, un agustino en 1633 y un jesuita en 1652, habían hablado de la cascarilla (así se llamaba la quina en Ecuador y Perú) y sus propiedades curativas. Es posible que ya estuviera en España en 1639, pues unos profesores de la Universidad de Alcalá curaron con quina a un compañero suyo, profesor de Teología. Por otro lado, se cree quellegó a Roma en el morral de un jesuita en 1632. Sea como fuere, el anuncio de la existencia de un medicamento milagroso en una Europa asolada por la malaria desde el Don hasta el Po, fue como si hoy se dijera que se había encontrado un remedio contra el sida.
El enigmático árbol cinchona

Planta de la quinina
Las cortezas y la quina llegaban a Europa pero durante más de 100 años nadie supo cómo eran los árboles de los que se extraían. Aún así, el polvo de la corteza de cinchona era un negocio muy rentable, primero para España y luego para Perú, Ecuador y Bolivia: baste con saber que en la década de 1840 los ciudadanos y soldados británicos que vivían en la India gastaban 700 toneladas de corteza de quina al año para sus dosis protectoras (por cierto, que añadieron ginebra al mejunge que debían tomar y así nació el gin tonic). No es de extrañar que quisieran mantener todo lo relacionado con la cinchona en secreto.
Por supuesto, el resto de las potencias europeas estaban más que interesadas en obtener semillas de ese misterioso árbol para cultivarlo en cualquier otro sitio. A mediados del XIX algunos europeos habían conseguido sacar algunas, pero producían una quinina de baja calidad. Además, cultivar el árbol daba muchos problemas pues es bastante pejiguero con la altitud, temperatura y tipo de suelo, por lo que hacerlo crecer fuera de su hábitat natural era todo un problema botánico.
El inglés que robó la quina
En 1864 Charles Ledger, un inglés que llevaba viendo en Perú desde 1841 como comerciante de lana de alpaca, decidió probar suerte con la quinina. Años antes había traficado con alpacas, que llevó ilegalmente de Perú hacia Australia, así que seguramente pensó que si había podido sacar animales sería más fácil hacer lo propio con unas cuantas semillas. Ledger encontró una mejor variedad para producir quinina, ahora conocida como Cinchona ledgeriana, y en 1865, jugándose la vida en Bolivia y con la ayuda de un indio Aymará llamado Manuel Incra, recolectó varios kilos y se las envió a su hermano en Londres. Cuando el gobierno boliviano supo de este robo, torturó hasta la muerte al pobre Incra.
Ledger se las prometía muy felices vendiendo esas semillas, pero le salió el tiro por la culata: fue incapaz de convencer a los compradores potenciales que su producto de contrabando era realmente semillas de cinchona. Al final el gobierno holandés se las compró ¡por 20 dólares! Fue el negocio del milenio: en 1930 sus plantaciones en Java de la cinchona de Ledger producían 10.000 toneladas de quina, lo que significaba el 97 % de la producción mundial de quinina.