Mártires por la ciencia
¿Por qué algunos científicos experimentan consigo mismos? ¿Qué es lo que buscan? ¿Gloria, pasar a la historia como un gran descubridor? ¿O lo hacen por su pasión investigadora?
Una de las principales razones por las que un científico experimenta consigo mismo es una cuestión ética: no puede ni debe someter a “los participantes en el experimento a ningún procedimiento que no estén dispuestos a emprender”. Esta idea aparece en forma legal por primera vez en el Código de ética médica de Nuremberg redactado en 1947 como resultado de las malsanas prácticas que los médicos nazis realizaron en los campos de exterminio judíos, y que justificaban bajo el falso manto de “experimentos científicos”. De este modo se estableció que toda experimentación con seres humanos debía incluir el llamado consentimiento informado (que se promulgó cuando el ejército de los Estados Unidos investigó sobre la fiebre amarilla en Cuba), la ausencia de coerción y que tenga por objetivo reportar beneficios para la sociedad.
Ahora bien, no es raro descubrir que semejante imperativo ético desaparece como por ensalmo en diversas ocasiones: el malhadado experimento de sífilis de Tuskegee, en el que desde 1932 y durante 40 años el sistema de salud norteamericano dejó morir de esta enfermedad venérea a varios centenares de afroamericanos para entender la evolución de la enfermedad. O nuevamente ese mismo sistema de salud que de 1946 a 1948, y en colaboración con algunos altos cargos gutemaltecos, infectaron deliberadamente de sífilis a 1 500 soldados, reclusos y pacientes de los psiquiátricos de este país centroamericano. O como les sucedió a los alumnos discapacitados mentales de la Willowbrook State School for the Retarded, a quienes les inocularon el virus de la hepatitis B entre 1956 y 1972 por orden del descubridor de la vacuna, Saul Krugman, y el virólogo Robert W. McCollum de la Universidad de Nueva York; querían comprobar la validez de la gamma globulina en su tratamiento.
¿Nobleza o curiosidad?

Disentería
Para Ian Kerridge, profesor de bioética de la Universidad de Sydney (Australia), el motivo que impulsa a los científicos a autoexperimentar no tiene que ver demasiado con un sentimiento de nobleza y entrega por el bien de la humanidad, sino mas bien con “una curiosidad insaciable y una necesidad de participar lo más intensamente posible en la propia investigación”. Así es incluso por mucho que lo nieguen, como hizo el químico e higienista alemán Max von Pettenkofer, que el 7 de octubre de 1892 se tomó un bebedizo infectado con bacterias del cólera en presencia de 7 testigos. Su intención era refutar la teoría de Robert Koch de que la enfermedad era causada por la bacteria Vibrio cholerae. Pettenkofer sufrió solo síntomas leves, lo que interpretó como que había probado que Koch no tenía razón. Entonces escribió: “Incluso si me hubiera engañado a mí mismo y el experimento hubiera puesto en peligro mi vida, habría mirado a la Muerte tranquilamente a los ojos, porque el mío no habría sido un suicidio tonto o cobarde; hubiera muerto al servicio de la ciencia como un soldado en el campo de honor”. Irónicamente moriría nueve años después, en 1901, tras dispararse un tiro en la cabeza a causa de una fuerte depresión.
El gran problema de la autoexperimentación es que, salvo en casos muy concretos, no resulta útil pues no proporciona base estadística para nada. Por ejemplo, una transfusión de sangre exitosa entre dos personas cualesquiera no demuestra que eso vaya a suceder en todos los casos. Del mismo modo, un experimento fallido tampoco demuestra que un procedimiento o una hipótesis no sea válida. Que en 1901, el médico militar Nicholas Senn se introdujera bajo su piel un pedazo de ganglio linfático canceroso de un paciente para comprobar si el cáncer era contagioso, y no enfermara, no es argumento para nada. Se necesita realizar un estudio amplio y doble ciego para confirmar o desmentir una hipótesis: esa es la naturaleza de la llamada 'medicina basada en las pruebas'. Por cierto, este mismo médico se bombeó seis litros de hidrógeno por el ano con el objetivo de ver si con ello se podía determinar cuándo una bala ha penetrado en el intestino.
Los peligros de la autoexperimentación
Los dos principales (e inevitables) enemigos de la autoexperimentación son el sesgo de confirmación, esto es, la tendencia a favorecer, buscar, interpretar y recordar la información que confirma las propias creencias y el placebo. Ahora bien, lo que no resulta fácil explicar es cómo ha habido científicos que se han colocado a las puertas de la muerte solo por sacar adelante su propia investigación. Ejemplos hay bastantes. Entre 1942 y 1947 S. O. Levinson, H.J. Shaugnessy y otros se inyectaron su vacuna contra la disentería. Previamente la habían probado en ratones y todos ellos murieron a los pocos minutos, pero el efecto en humanos era totalmente desconocido. Los científicos no se arredraron y se la pusieron: sobrevivieron pero con importantes efectos secundarios. Otro fue el médico militar Elliot Cutler (1888–1947), que se indujo un hipertiroidismo para estudiar el efecto en el funcionamiento del hígado. O Allan Blair, de la Universidad de Alabama, que en 1933 dejó que le mordiera una viuda negra para demostrar algo que se dudaba entonces: que los síntomas que decían tener quienes habían sido mordidos eran, efectivamente, producto del veneno y no de otra causa. Un poco peor lo pasó John Paul Stapp, oficial de la fuerza aérea y médico. Le bautizaron como “el hombre más rápido de la Tierra” porque se ataba a un cohete que lo lanzaba a velocidades cercanas a la del sonido para luego frenar en 1,4 segundos. Su objetivo: comprobar cuánto podía resistir un cuerpo humano. Tras muchos huesos rotos, los ojos encharcados en sangre por rotura de los capilares y un desprendimiento de retina Stapp estableció que podemos soportar aceleraciones de 45 g... con un arnés adecuado.
Efectos colaterales

Stapp
Pero quien realmente se puso varias veces en la cuerda floja -y nunca mejor dicho- fue el forense rumano Nicolae Minovici que, a principios del siglo XX, dedicó su tiempo de investigación a ahorcarse. Primero se ató la soga al cuello mientras estaba acostado y un ayudante la tensaba. Pero le pareció poco, así que decidió dar una vuelta de tuerca más y el investigador empezó, literalmente, a colgarse. Lo hizo con distintos tipos de nudo, con los que llegó a aguantar 25 segundos. Al final, intentó la suspensión con el nudo del ahorcado, pero el dolor fue tan grande que pidió que lo bajaran a los 4 segundos. Y no sin consecuencias: durante un mes tragar le fue algo muy doloroso. Minovici murió en 1941 por una afección de las cuerdas vocales. ¿Consecuencia de sus experimentos?
Un científico que arrastró durante toda su vida los efectos de la autoexperimentación fue el famoso genetista británico J. B. S. Haldane, al continuar la investigación de su padre sobre la fisiología de los buzos de la Marina inglesa, en particular los efectos provocados por los diferentes niveles que alcanzan los gases en la sangre en distintas situaciones de buceo. Pero donde el padre observaba y anotaba, el hijo decidió comprobar las cosas por sí mismo sometiéndose en repetidas ocasiones a una cámara de descompresión. Su trabajo permitió comprender mejor la llamada narcosis del nitrógeno, pero también le pasó factura: frecuentes convulsiones por intoxicación por oxígeno, varias vértebras aplastadas y tímpanos reventados. Sobre esto último ironizó: "si hay un agujero en él, se puede expulsar humo de tabaco por la oreja, lo cual representa todo un logro social".