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La revolución de la medicina regenerativa

El uso de células madre permite la reparación de tejidos dañados en el organismo. El reto ahora es crear órganos como el corazón y el hígado y poder reparar el cerebro.

En el siglo XX, se produjeron muchos avances en el tratamiento y control de las enfermedades, pero hubo dos, las vacunas y los antibióticos, que supusieron un hito por el impacto que tuvieron en la salud pública y en la esperanza de vida. En el siglo XXI, ha irrumpido el tercero de ellos, la medicina regenerativa. Investigadores y clínicos no dudan en calificarla como la tercera revolución médica, dadas las posibilidades terapéuticas de las células madre, capaces de diferenciarse y formar cualquier tejido del cuerpo, además de que pueden dividirse para producir más células madre. De ahí que los científicos estimen que es una fuente ideal para tratar multitud de dolencias donde se ha producido un daño celular, desde la diabetes hasta el alzhéimer.

Sigue sonando a ciencia ficción, pero hace tiempo que no lo es. Si Rafa Nadal rinde ahora en las canchas como cuando tenía veinte años, es gracias al tratamiento con factores de crecimiento, una modalidad de la medicina regenerativa a la que ha recurrido en los últimos años para solucionar sus problemas de rodilla, primero, y los de espalda más tarde. Decenas de centros en todo el mundo aplican este método, la más extendida de las terapias regenerativas, al que también han recurrido otros muchos deportistas, como Xavi Hernández, Victor Valdés, Joseba Beloki o José Manuel Calderón.

El desgaste que sufre el cuerpo de un deportista de alta competición acelera la erosión de las articulaciones, y es en ellas donde los factores de crecimiento han demostrado ser especialmente eficaces. Se trata de proteínas que se extraen del plasma sanguíneo y tienen capacidad para regenerar los tejidos dañados –ligamentos, músculos– porque facilitan la producción de vasos sanguíneos, así como la proliferación y diferenciación celular. El resultado es la mejora del movimiento articular y la disminución del dolor, ya que reducen también la inflamación. La terapia comenzó utilizándose en deportistas, pero su uso ha ido ampliándose a personas con artrosis, un problema que solo en España afecta a casi el 30 % de la población, según la Sociedad Española de Reumatología (SER).

El principio en el que se basa la medicina regenerativa, la potencialidad del cuerpo para repararse a sí mismo, no es una excepción en la naturaleza. Cuando una lagartija o un lagarto pierden la cola al escapar del depredador que los acecha, su vida no corre peligro alguno por la amputación. Su cuerpo tiene la capacidad de fabricar uno a uno los tejidos del apéndice perdido, músculos, nervios, vasos sanguíneos, y disponer de una nueva cola en alrededor de sesenta días. ¿Es arriesgado, iluso, incluso, pensar que el cuerpo humano puede albergar una habilidad similar? Todo apunta a que no. “Cuando el corazón resulta dañado por un infarto, lo que busca la medicina regenerativa es reparar la parte del órgano afectada, añadiendo, quitando y restaurando el tejido que haya dejado de funcionar”, explica Josep Samitier, director del Instituto de Bioingeniería de Cataluña.

En el Hospital Gregorio Marañón de Madrid, han investigado en los últimos años con células madre para solucionar un problema: el fallo en la función del bombeo de sangre que se produce en el corazón tras un infarto o en la insuficiencia cardiaca. Esta enfermedad, que afecta al 10 % de la población mayor de setenta años, se caracteriza por un debilitamiento progresivo de este órgano, de manera que no bombea suficiente sangre para distribuirla por todo el cuerpo. Cada año, produce alrededor de 20 000 muertes en nuestro país, según la Sociedad Española de Cardiología (SEC) y no tiene una solución definitiva, salvo un trasplante. Sin embargo, solo una minoría de los enfermos llegan a tenerlo por falta de órganos disponibles.

Los ensayos realizados en pacientes, tanto en el centro madrileño como en el resto del mundo, arrojan buenas y malas noticias, apunta Francisco Fernández-Avilés, jefe del Servicio de Cardiología del hospital y director de la investigación: “Todos los estudios han coincidido en dos cosas, lo positivo es que la administración de células es segura, algo muy importante, y lo negativo es que la eficacia en el objetivo que se buscaba es muy limitada”.

El revés es un acicate para los científicos, que obliga a revisar los procesos y constata, una vez más, una ley invariable en ciencia: el conocimiento se alcanza por ensayo y error. En la investigación con células madre, se produce una aparente paradoja: las virtudes que encierran pueden traducirse en una terapia, pero también ocasionar un daño o no tener el efecto pretendido. Su plasticidad, su facultad para convertirse en cualquier tejido especializado, podría generar un tipo de célula que no es el que se buscaba. Por otra parte, si la capacidad para renovarse se descontrolara, podría dar lugar a la aparición de tumores. En ese difícil equilibrio, se mueven los científicos.

En el caso del corazón, uno de los objetivos que se persigue es reparar las alteraciones en las conexiones eléctricas que producen la muerte súbita. El reto está en conseguir que las células madre se entiendan entre sí para que se contraigan de forma sincronizada a la hora de producir la actividad eléctrica. Pero eso es algo muy difícil, como señala Fernández-Avilés: “Si no actúan así, pueden producirse cortocircuitos que a su vez den lugar a arritmias letales”.

Hasta ahora, se ha comprobado que el uso de células madre en el corazón es seguro, lo que supone un gran paso. A partir de ahí, ¿qué han hecho los investigadores de todo el mundo? “Hemos vuelto al laboratorio para averiguar cómo podemos disponer de células más potentes de las que tenemos ahora y con qué estructuras de ingeniería tisular hay que emplearlas en algunas ocasiones para facilitar que puedan organizarse adecuadamente”, nos responde Fernández-Avilés. En el corazón, hay diferentes tipos de células –musculares, nerviosas, vasculares–, y se ha visto que un único tipo de células madre no es suficiente para generarlas todas como se había pensado. Por otra parte, hay que lograr que se integren en la estructura del órgano, lo que entraña una dificultad, indica este experto, “porque las nuevas no tienen la misma capacidad que las originales para colonizar esa estructura y repoblarla adecuadamente”.

Una solución posible que ya se está ensayando consiste en crear tejidos en laboratorio con células madre y una matriz para implantarlas en el corazón. Médicos japoneses de la Universidad de Osaka utilizaron estos parches de tejido muscular cardiaco a comienzos de 2020 en diez pacientes con cardiopatía isquémica, una enfermedad ocasionada por la arteriosclerosis de las arterias coronarias. El estrechamiento que ocasiona en los vasos impide que proporcionen la sangre que necesita el músculo cardiaco. Los investigadores han utilizado células iPS, un tipo de células madre con capacidad para convertirse en la mayoría de tejidos, y trabajan sobre la hipótesis de que consigan reparar las arterias dañadas.

Se sabe que, a lo largo de la vida, de una persona se renuevan al menos el 50 % de las células que tiene al nacer. Hasta hace unos años, se pensaba que la capacidad del cuerpo para regenerarse estaba limitada a algunos tejidos y que había otros especialmente complejos, como el cardíaco o el nervioso, que no podían hacerlo. Pero ese dogma ha caído, lo que ha supuesto un cambio conceptual radical: la medicina puede intentar ahora reparar el deterioro que se produce en órganos complejos como el corazón y también reparar el sistema nervioso central o el cerebro. El año pasado, el neurocirujano japonés Takayuki Kikuchi, del Hospital Universitario de Kyoto, implantó células madre reprogramadas a un paciente de unos cincuenta años con párkinson. Eran células capaces de sintetizar dopamina, la sustancia cerebral que ayuda a controlar el movimiento muscular. En la intervención, las colocaron en doce lugares del cerebro conocidos por ser centros de actividad de la dopamina. Con anterioridad, los experimentos en monos demostraron que mejoraban los síntomas motores de la enfermedad. Ahora queda conocer sus efectos a corto, medio y largo plazo en humanos, una vez que se repita la intervención en el paciente escogido para implantarle más células madre.

Como vemos, los avances que se esperan de la medicina regenerativa abarcan enfermedades de gran impacto social, médico y económico, como la diabetes. En esta patología, se persigue un objetivo ambicioso: crear un páncreas en miniatura con células madre que permita reemplazar el órgano dañado en los enfermos y normalizar la producción de insulina, la hormona que regula los niveles de azúcar en sangre. Una meta más cercana la protagoniza la empresa estadounidense ViaCyte, que prueba en 75 pacientes con diabetes de tipo 1 un parche con células pancreáticas producidas a partir de líneas celulares pluripotentes. Ya está validado en ratones y el año que viene se esperan los resultados de los ensayos en humanos.

Mientras, en el Instituto Salk de La Jolla (EE. UU.), el científico español Juan Carlos Izpisúa y su equipo dieron en abril un paso trascendental para alcanzar uno de los grandes retos de la medicina regenerativa: fabricar órganos y conseguir que todas las personas que lo necesiten tengan acceso a un trasplante.

Para disponer de un corazón o un hígado listo para trasplantar, se exploran dos vías. La primera consiste en quitarle las células al órgano procedente de un cadáver o de un donante que no haya podido ser implantado y fabricar uno nuevo, a partir de la matriz que queda, con las células del receptor. Se evitaría así el rechazo inmunológico. La otra alternativa, la explorada por el equipo de Izpisúa, “consiste en hacer crecer el órgano compatible con el del receptor en quimeras –una especie híbrida entre humanos y macacos–, en las que también se previene el rechazo”, explica Fernández-Avilés.

Numerosos grupos de investigación han conseguido descelularizar órganos procedentes de animales hasta dejarlos en una retícula básica. La dificultad está en culminar con éxito el proceso contrario, lograr que las células den lugar a cada uno de los tejidos que forman ese órgano. Lo más complejo es vascularizar los tejidos. Como afirma Samitier, “hay que conseguir que estén irrigados, que dispongan de los vasos sanguíneos, para poder alimentarse y recibir el oxígeno”. En órganos complejos, con muchos tipos de células, este es un requisito imprescindible, pero la tercera revolución médica ha empezado por objetivos más asequibles.

“Ya regeneramos hueso, estamos trabajando con cartílago y tendones y, en el caso de los vasos sanguíneos, se ha conseguido en modelos animales generar estructuras que sirven para empalmar dos vasos cuando alguno está dañado”, puntualiza.

Una de las utilidades más desconocidas de la medicina regenerativa es el papel clave que ha jugado en la covid-19. Gracias a los llamados órganos en un chip, se ha conseguido conocer a una velocidad récord el efecto y las potenciales secuelas de algunos medicamentos. Se trata de pequeños biorreactores fabricados en plástico, con cavidades y canales que permiten conducir líquidos de forma controlada. En esos habitáculos, se introduce el material biológico que imita un pequeño órgano con la mismas características que puede tener un riñón o un hígado, o con las de varios órganos al mismo tiempo, como si se confeccionara un puzle. Samitier explica que, en la covid-19, estos organoides han resultado especialmente útiles “porque la infección afectaba a varios órganos y este sistema permitía conocer simultáneamente la eficacia o la toxicidad que podían tener en todos ellos los distintos fármacos”. Además, si estos organoides incluyen células de un paciente concreto, “sirven para personalizar el tratamiento, algo que ya se está empezando a aplicar en oncología”.

En la misma línea, el desarrollo de las terapias regenerativas va de la mano de la aparición de nuevos materiales biocompatibles y del desarrollo de las impresoras 3D que han revolucionado la fabricación industrial y la medicina.

Por ejemplo, el equipo internacional dirigido por Javier Llorca, en el Instituto Madrileño de Estudios Avanzados en Materiales (IMDEA), ha desarrollado un andamio metálico en 3D biodegradable para la regeneración de huesos. Estas estructuras se utilizan tras una rotura grave o por haber tenido que eliminar un fragmento óseo por un tumor. Hasta ahora, se fabricaban en acero inoxidable o titanio, pero permanecían de por vida en el paciente. Sin embargo, el equipo de Llorca ha logrado crear este andamio en magnesio, un metal biodegradable que el organismo metaboliza poco a poco una vez que el tejido óseo se ha regenerado.

Una de las características de las estructuras que se insertan en el tejido óseo es que deben ser porosas, para que puedan producirse la vascularización y el crecimiento celular. La diseñada por los investigadores del IMDEA reúne estas propiedades y, de paso, la velocidad a la que se degrada el andamio se ajusta al tiempo que necesita el hueso para regenerarse. Este es un ejemplo de la colaboración interdisciplinar que se abre paso en la ciencia en general y en la medicina en particular. Los especialistas señalan que un factor clave en el futuro de las terapias regenerativas es la colaboración entre expertos de numerosas especialidades: investigadores, ingenieros, clínicos, especialistas en materiales… Por ejemplo, “en los hospitales, se habla ya de tener al lado del quirófano salas con bioimpresoras para poder preparar el material que tengan que implantar después en un paciente”, señala Samitier.

Desde que, en 1981, Matthew Kaufman y Martin Evans cultivaron células madre en su laboratorio de la Universidad de Cambridge (Reino Unido), los investigadores sueñan con sus potenciales usos terapéuticos. Sin embargo, hacer realidad ese sueño requiere tiempo. Las primeras aplicaciones prácticas, las más sencillas, tardaron más de dos décadas. Las más complejas, como la fabricación de un corazón o un riñón, no llegarán antes de treinta o cuarenta años, según los más optimistas. Hay que tener en cuenta que los riesgos a evitar son tan importantes como los beneficios que se persiguen. Fernández-Avilés tiene claro que “no hay que generar falsas expectativas”. En una sociedad donde prima lo instantáneo, el tiempo se mide en minutos o días. Sin embargo, la medicina y la investigación necesitan décadas para poder ofrecer resultados óptimos.

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