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Los microbios de tu vida. ¿Por qué los necesitamos?

En el cuerpo humano hay diez veces más microbios que células propias. ¿Para qué nos sirven? ¿Por qué es vital para la salud y hasta para la mente cuidar la microbiota?

"Que la microbiota te acompañe” podría haber sido un buen saludo para los personajes de Star Wars. Menos comercial que el clásico de “la fuerza”, es cierto, pero mucho más efectivo a efectos prácticos. Al fin y al cabo, ahora sabemos que no hay nada como tener a nuestro lado una colección sana y equilibrada de microorganismos para gozar de buena salud, un sistema inmune robusto, una mente ágil, buen humor y una esperanza de vida envidiable.

No es ninguna exageración. El simple dato de que en el cuerpo humano hay diez veces más células bacterianas y hongos – microbios– que células eucariotas –propias– ya debería hacernos sospechar que no juegan precisamente un papel secundario. Que si están ahí en tropel, es por algo. Y ese algo incluye nada menos que contribuir a la maduración del sistema inmune, absorber los nutrientes o evitar que los agentes patógenos nos invadan.

Cómo unos seres minúsculos gestionan asuntos tan serios y complejos se puede explicar en dos brochazos. “Los microorganismos intestinales nos ayudan a digerir lo que comemos y fermentan los alimentos, especialmente los que son ricos en fibra –explica a MUY la bióloga Natalia Arias, del King’s College de Londres–. Y en ese proceso producen ingentes cantidades de ácidos grasos de cadena corta”. Dichos ácidos grasos –acetato, propionato y butirato–, además de servirnos como fuente de energía instantánea, “regulan la actividad del sistema inmune y afectan a la producción de hormonas y de los neurotransmisores dopamina, GABA y serotonina”, añade Arias. Eso explica su enorme impacto a nivel cognitivo y emocional. Como nos recuerda la investigadora, no en vano a la microbiota se la conoce como “el segundo cerebro”.

La cuestión es que, cada vez que elegimos qué comer, sentenciamos también con qué ejército de microbios intestinales nos enfrentamos al mundo, todo un ejercicio de responsabilidad que se lleva mejor si tenemos en cuenta que lo que más contribuye a una microbiota sana es ingerir productos de origen vegetal, poco procesados y muy variados. En francés se conoce como la regla de las tres uves: végétal, vrai, varié. Por el contrario, abusar de los ultraprocesados disminuye de manera drástica la diversidad intestinal.

A pesar de que no es ni mucho menos nuevo para la ciencia, a Arias aún se le nota el asombro en la voz cuando nos explica que, si nos alimentamos mal y la microbiota se desequilibra –lo que se conoce como disbiosis–, podemos acabar sufriendo ansiedad, depresión, autismo, trastorno de déficit de atención y otras enfermedades mentales. “Date cuenta de lo que esto significa: que, entre otras cosas, lo que comemos puede hacer que nos sintamos más o menos felices”, recalca.

No obstante, su investigación actual va por otros derroteros. Arias lleva años intentando entender “la estrecha relación que mantienen los alimentos que ingerimos y ciertos desórdenes metabólicos como la diabetes, el hígado graso no alcohólico o incluso la muerte prematura”, resume. Partiendo de que el puente entre lo que comemos y esas enfermedades es, precisamente, la microbiota intestinal.

El hígado graso es lo que más le quita el sueño a Arias. Se trata de una patología generada por el abuso persistente de la ingesta de grasa y colesterol. A día de hoy, afecta a uno de cada cuatro españoles. Un dato para ponerse serios si tenemos en cuenta que, cuando escapa a todo control, puede desembocar en un cáncer. El microbioma, el hígado y el cerebro forman un interesante trío. “En un experimento con animales que realizamos conjuntamente con el Instituto de Productos Lácteos de Asturias (IPLA-CSIC) y la Universidad de Oviedo, demostramos que, tras unas pocas semanas sometidos a una dieta rica en grasas y colesterol, les fallaba la memoria de trabajo, se mostraban apáticos hacia las relaciones sociales y estaban deprimidos”, nos explica Arias. Además de tener el hígado enfermo.

Cuando les echaron un vistazo a sus cerebros, encontraron cambios importantes en la actividad metabólica y en los niveles de neurotransmisores. Profundizando aún más, los investigadores llegaron a la conclusión de que, en las tripas de estos animales atiborrados de grasas, había descendido la población de una bacteria llamada Akkermansia muciniphila. “Entonces les dimos a comer este microorganismo para ver qué sucedía y, ¡oh sorpresa!, el deterioro cognitivo revirtió, se esfumó la depresión –explica la investigadora–. Nos quedamos impresionados, porque movilizar una sola familia de bacterias corrigió de un plumazo los fallos del cerebro”, indica. No hubo necesidad de restaurar el equilibro de todas las poblaciones bacterianas, como se venía haciendo en intentos anteriores.

Está claro, concluye Arias, que “el eje intestino-hígado-cerebro tiene impacto en la conducta y en la cognición, y sobre el que debemos, y queremos, seguir investigando”. De momento abriga la esperanza de poder confirmar pronto que la bacteria Akkermansia muciniphila ayuda a prevenir o tratar precozmente el párkinson y el alzhéimer.

Tanto esas dos enfermedades neurodegenerativas como el envejecimiento suelen acompañarse de una alteración del equilibrio de la flora intestinal. Eso significa que las bacterias buenas tienden a disminuir, a la vez que crecen en número las más dañinas. Estas últimas fomentan los procesos inflamatorios en los que se producen citoquinas. O lo que es lo mismo, proteínas de bajo peso molecular generadas durante la fase de arranque de la respuesta inmune para regular la amplitud y duración de los procesos inflamatorios.

“Nuestro problema es que, con el paso de los años, pretendemos seguir comiendo igual que cuando éramos jóvenes, pero no es ni aconsejable ni saludable –reflexiona Arias–. Más nos valdría empezar a llenar nuestras despensas y frigoríficos de los alimentos a los que los nutricionistas les han encontrado efectos antiinflamatorios”.

Adaptar nuestra dieta al transcurrir de los años sería mucho más sencillo si contásemos con biomarcadores que periódicamente nos permitieran tomarle el pulso a la flora intestinal y saber cómo evoluciona. Y en esas andan precisamente Arias y los suyos.

Si lo consiguen, tendrían dos opciones para reequilibrar la microbiota descompensada en cualquier momento de la vida. O bien consumir alimentos con propiedades antiinflamatorias –brócoli, uva, arándanos, manzanas, etcétera–, o bien recurrir a probióticos, es decir, a la ingesta de microbios vivos destinados a mantener o mejorar la concentración de bacterias buenas de nuestro aparato digestivo.

Esos mismos probióticos podrían servir para plantarle cara al envejecimiento. De demostrarlo se han encargado Carlos López-Otín y Pedro M. Quirós, de la Universidad de Oviedo. Tras analizar la microbiota de centenarios españoles, identificaron una proporción exageradamente alta de Akkermansia muciniphila. Mira por dónde, la misma con la que Natalia Arias espera combatir el alzhéimer.

Coincidió también que esta misma bacteria disminuía en ratones con progeria, popularmente conocida como la “enfermedad de Benjamin Button”. Se trata de un envejecimiento tan acelerado y precoz que los niños que la padecen tienen la cara arrugada como un anciano y raramente sobrepasan los dieciocho años de vida. En los roedores, la patología desaparecía con un trasplante de microbiota fecal de un ratón sano.

De qué pasta están hechos los microbios que nos habitan se define en gran medida al inicio de la vida. “¿Sabes de dónde vienen? –me pregunta Arias, a lo que contesta–: Cuando las mujeres van a dar a luz, el bebé abre la boca al salir por el canal del parto y se impregna de la microbiota anal de la madre. –Y añade–: Por eso, si se puede elegir, es preferible el parto natural a la cesárea”. Cómo evoluciona luego la composición de la microbiota se ve condicionado por la lactancia –materna o artificial– y por cómo se lleva a cabo la transición hacia los alimentos sólidos a partir de los seis meses de edad. Según los expertos, en los mil primeros días de la vida de un ser humano tenemos una ventana de oportunidad idónea para modular su microbiota, con efectos que se mantienen de por vida.

Pero no solo se trata de cuidar su alimentación antes de los tres años. También conviene dejar que los más pequeños se ensucien, que jueguen con la tierra, que se revuelquen en el campo. Según se desprende de un estudio finlandés reciente, basta con que los niños pasen noventa minutos al día en contacto con la naturaleza durante cuatro semanas consecutivas para que su cuerpo lo note. Concretamente, los menores que crecen en estas condiciones tienen más proteínas antiinflamatorias, además de una gran diversidad de microorganismos en la piel.

Sí, has leído bien, en la piel. Aunque la microbiota intestinal es la más popular, no es la única comunidad de microorganismos que llevamos a cuestas. Sin ir más lejos, hace poco supimos que los genitales masculinos dan cobijo a una congregación bacteriana de tremenda importancia, que en el caso del pene puede verse drásticamente reducida si se practica la circuncisión.

Si en tus vías respiratorias los que llevan la voz cantante son los microbios de la saga Fusobacterium periodonticum, estás de enhorabuena. Existen evidencias de que esta bacteria podría tener un papel protector importante frente a la covid-19. Eso sí, conviene tener presente que la salud respiratoria no depende solamente de que una bacteria protectora despunte. Pesa más la heterogeneidad del microbioma. De hecho, que en las personas de edad avanzada se haya encontrado un perfil microbiano en la faringe menos diverso de lo normal podría explicar por qué los mayores son más susceptibles a la infección por SARS-CoV-2.

En ese sentido, y aunque en el último año de pandemia no nos ha quedado otra que usar mascarillas a todas horas, asumir el aislamiento social y acatar estrictas medidas de higiene, a nuestra microbiota podría acabar saliéndole caro. Investigadores portugueses del Centro de Ecología, Evolución y Cambio ambiental (cE3c) de la Universidad de Lisboa demostraron hace poco que, dado que las medidas para frenar la expansión del virus impiden el intercambio de microbios entre individuos, a la larga, pueden reducir la diversidad de la microbiota y volvernos más vulnerables a las infecciones, incluida la causada por el coronavirus. Un arma de doble filo, en definitiva.

A los que no conviene quitarles ojo es a los microbios de la boca. Lo sabe bien Raúl Bescos, otro cerebro fugado al Reino Unido, concretamente a la Universidad de Plymouth. “Se estima que hablamos de la segunda microbiota más diversa después de la intestinal, con alrededor de 700 bacterias diferentes, y quién sabe cuántos virus y hongos aún sin identificar”, cuenta a MUY este profesor de Fisiología.

Una microbiota oral nutrida no solo ahorra problemas de caries, gingivitis y periodontitis. Trabajando en el laboratorio, Bescos se hizo consciente de la estrecha relación entre la abundancia de bacterias nitrato-reductoras en la boca humana y el consumo máximo de oxígeno. “Cuanto más elevado es este consumo, menor es el riesgo de patología cardiovascular”, indica.

Es más, Bescos también demostró recientemente que “si eres de los que practican deporte pero tu boca no aloja una microbiota sana y robusta, es muy probable que los beneficios cardiovasculares del ejercicio se atenúen o desaparezcan”.

Si propiciar que las bacterias de la boca vivan a gusto es crucial, ¿cómo elegimos correctamente qué dentífrico y qué enjuagues bucales conviene utilizar cuando nos lavamos los dientes? “Es una buena pregunta –reconoce Bescos cuando se la formulamos–, pero aún falta mucha información al respecto”. Nos cuenta que hace poco publicó un estudio sobre las consecuencias de usar un enjuague oral o colutorio que incluía clorhexidina, un potente antibiótico. “Vimos que tras solo una semana de uso se alteraba de manera muy significativa la microbiota oral”, relata.

Los cambios no eran precisamente beneficiosos, porque aumentaba la acidosis de la saliva, factor de riesgo de gingivitis y periodontitis. Además, el líquido destruía bacterias indiscriminadamente, incluyendo muchas beneficiosas para la salud. “Ahora mismo existe un interés grande por parte de farmacéuticas por desarrollar enjuagues que contengan prebióticos y probióticos, pero todavía no se sabe suficiente”, insiste Bescos.

Esa sensación de que aún queda mucho por conocer sobre la microbiota la comparte también Natalia Arias. “Trabajando en investigación, siempre ocurre, y en este caso mucho más”, confiesa. Para cada patología vinculada de algún modo a la microbiota, necesitaremos averiguar nada menos los patrones exactos de poblaciones microbianas que permiten diferenciar un individuo sano de otro enfermo. Y ojo, porque hablamos de una tarea titánica, teniendo en cuenta que se ha vinculado la microbiota con todo tipo de enfermedades y trastornos, desde el insomnio hasta las dolencias autoinmunes, pasando por el autismo, el alzhéimer, el párkinson, la depresión, las infecciones virales o la hipertensión.

“Además, aún está por confirmar si tenemos una variabilidad individual o si podemos aplicar los mismos tratamientos a todos los enfermos”, añade la investigadora. En muchos casos ni siquiera queda claro si las variaciones de nuestro zoo microbiano son la causa de las patologías o su consecuencia. Para colmo, tampoco conocemos de momento lo suficiente la microbiota para usarla como estrategia de diagnóstico. Y, por supuesto, queda por ver cuáles son las cascadas de acontecimientos y cambios bioquímicos que hay detrás de la estrecha relación entre microbiota y salud mental.

“Aquí hay trabajo para varias vidas”, se ríe Arias.

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