Cómo la mente y el cuerpo trabajan codo con codo
¿Pueden los pensamientos tóxicos afectar al metabolismo? ¿Y los malos hábitos alimenticios contribuir a la inflamación?
“Ahora mismo hace mucho un calor aquí en Lanzarote, estoy aparcado dentro del coche, bajo el sol y estoy sudando como un condenado. Aun así, puedo termorregular a la vez que hablo contigo y soy capaz de darte respuestas coherentes. Eso pasa porque estoy sano. Mi organismo es flexible, lo que me permite gestionar las dos exigencias que tengo: sobrellevar el calor y responder a esta entrevista”, dice a MUY el bioquímico holandés Leo Pruimboom cuando le pregunto qué es la salud. Él es el fundador de la psiconeuroinmulogía clínica –es decir, “la aplicada al ser humano en la vida cotidiana”–, que introdujo en Europa en la década de 1990, cuando fundó la Academia Europea de PNI. Hoy lleva las riendas del instituto PNI Europe, con sede en Holanda, es director científico del máster de PNI Clínica de la Universidad Pontificia de Salamanca, en España, y se dedica a difundir la importancia de este enfoque en todas las áreas de la atención médica.
La clave de todo está en la energía. “No hablamos de energía esotérica, ni espiritual, ni nada de eso, esto es ciencia. Nos centramos en cómo se distribuye entre los distintos órganos y tejidos del cuerpo a través de la sangre, las mitocondrias, el ATP –el adenosín trifosfato o moneda de intercambio energético de nuestro organismo–…”, señala. “Una persona está sana cuando en el contexto en que está es capaz de redistribuir la energía que necesita para adaptarse. Por ejemplo, en un partido, un futbolista debe repartir su energía entre el cerebro, el corazón, los pulmones y la musculatura. Durante ese tiempo, la piel, los intestinos, el riñón están excluidos. Pero, después del juego, hay que conseguir que estos órganos reciban de nuevo la energía que necesitan”. Esto es lo que la PNI llama flexibilidad metabólica y considera la llave de la salud. Se trata de mantener un equilibrio dinámico en cinco frentes simultáneamente: el psicológico, el neurológico, el inmunológico, el endocrino y el metabólico.
Para hacernos una idea, según Pruimboom, “si una persona es flexible psicológicamente, también lo es metabólicamente. Yo tengo un paciente que es un desastre a nivel psicológico: es agresivo, no sabe estar…. Lo investigo y descubro que es resistente a la insulina, no sabe quemar grasa. Si trato su metabolismo, mejora su conducta”, asegura. Pero también sucede al revés. “Puedes tratar las emociones tóxicas para arreglar el metabolismo”. Esa es la razón por la que la PNI requiere un enfoque multidisciplinar. En su opinión, “el psicólogo, el psiquiatra, el ginecólogo, el cardiólogo o el fisioterapeuta son necesarios para enfermedades agudas, pero los especialistas no curan problemas crónicos. Para unificar esas islas que en que las especialidades médicas separan el cuerpo humano, cualquier persona que trabaja en el mundo de la salud debería ser psiconeuroinmunólogo”. Tal vez por eso, los investigadores que aportan sus estudios a este campo provienen de todas las disciplinas médicas: endocrinos, neurólogos, psiquiatras, inmunólogos, psicólogos, bioquímicos, internistas, microbiólogos…
¿Pero qué es PNI? “Nos referimos a una metadisciplina científica que se vuelca en el estudio de las interacciones entre los sistemas que regulan la salud en el cuerpo humano”, explica el fisioterapeuta Daniel de la Serna, fundador y director del Instituto Español de Psiconeuroinmunología. Nació en Estados Unidos en 1975, de la mano del psicólogo Robert Ader, investigador del Rochester Medical Center, y Hans Selye, médico pionero en estudiar la respuesta fisiológica al estrés. “Desde hace cincuenta años, se ha ido construyendo el cuerpo de conocimiento y, desde hace veinte, empezó a llevarse a la práctica con pacientes, gracias a las aportaciones de Leo Pruimboom”, apunta De la Serna.
En consulta, esto se traduce en tratar de comprender bien la sintomatología del paciente y sus mecanismos de acción interrelacionados. Así, “a la hora de enfrentarse a una fuente de estrés, el cuerpo organiza una respuesta global que toca todos los sistemas psiconeuroinmunológicos, no lo hace de forma aislada”, recalca De la Serna. Y añade: “Por ejemplo, podemos ver hasta qué punto el proceso inflamatorio está causado con el metabolismo de hormonas”. A partir de ahí, se podrá tratar el problema modificando el estilo de vida, o con medicación, o con suplementos, o con la nutrición, o con psicoterapia... “El abordaje clásico de la inflamación es con antiinflamatorios, no se tiene en cuenta que, por ejemplo, puede tener que ver con los hábitos alimenticios”, apunta De la Serna.
Esta comprensión del cuerpo como un todo es una de las grandes novedades que ha aportado la PNI a la inmunología. Como recalca Pruimboom, “antes, se creía que el sistema inmune era autónomo, pero no es así. Hay células inmunes en el cerebro que se comunican a todos los niveles con las neuronas, las hormonas, el microbioma…”. Incluso las emociones tienen mucho que decir a la hora de entender cómo funcionan nuestras defensas. En este aspecto, destaca el trabajo del inmunólogo Jonathan Kipnis, director del Centro de Inmunología Cerebral y Glía de la Universidad de Virginia y profesor en la facultad de Medicina de la Universidad de Washington, que afirma que “el sistema inmune es el sexto sentido del cerebro”. En 2015, la revista Science nombró Descubrimiento del Año a su hallazgo de vasos linfáticos en las meninges –antes de eso, se creía que el sistema linfático, que es parte del sistema inmunológico, no estaba conectado con el encéfalo–, lo que le condujo a formular su teoría del sistema linfático del cerebro.
Es lo que este investigador llama sistema inmune conductual. Como nos explica De la Serna, el sistema inmune ha evolucionado tanto que para evitar situaciones de riesgo produce ciertas emociones que provocan conductas de evitación. “Así, si tienes las defensas débiles y menos capacidad para combatir agentes patógenos, tal vez, tengas más facilidad para sentir asco –que te protege de probar ciertos alimentos– o miedo –que impide que tu cuerpo se exponga a ciertas situaciones–“, comenta De la Serna.
Con todo y con eso, en el mundo moderno lo llevamos solo regular. Como indica Pruimboom, “el 95 % de la población enferma sufre de inflamación de bajo grado que hace que el sistema inmune esté activo todo el rato, reclutando energía. Corazón, cerebro, músculos, aparato digestivo no pueden funcionar bien, porque hay un conflicto energético”. Es una patología invisible, que está asociada a enfermedades crónicas, como la hipertensión arterial, la diabetes y la fibromialgia. Todas ellas tienen un sustrato inflamatorio detrás”, apostilla De la Serna. Los culpables son los tóxicos ambientales y el estilo de vida. Es un mal de nuestra era, nos dice De la Serna. “Si ingieres demasiada azúcar y sufres alto estrés psicosocial, es fácil que desarrolles resistencia a la insulina. O, si consumes comida basura o aditivos alimentarios en exceso, se daña la mucosa intestinal, y eso aumenta la permeabilidad de las barreras, lo que de nuevo activa el sistema inmune y la inflamación”, apunta el experto. Pero son muchos más los factores de riesgo que nos rodean: biorritmos cambiados y falta de sueño; sedentarismo; trastornos del estado de ánimo, como ansiedad y depresión; polución atmosférica; poco contacto con la luz solar…
Son tantas cosas a la vez, que el sistema inmune no da abasto. Entonces, genera una reacción on hold, ‘en espera’: “Hay tantos frentes abiertos en el organismo, tantas toxinas, que la solución es una reacción inflamatoria de bajo grado, que impide la muerte, pero pagas con una patología crónica”, advierte Pruimboom.
¿Significa eso que el progreso nos enferma? No parece probable, ya que hoy vivimos casi el doble de años que hace un siglo –la esperanza media de vida en 1900 era de 32 años y hoy es de 72 años–, sin embargo… “Ya no morimos de hambre, hay mayor higiene, hay antibióticos. Pero tenemos una medicina enfocada en no morir, que es muy diferente de una medicina que cura. Vivimos más, pero no estamos más sanos. Pasamos casi media vida enfermos”, recalca. Y, tal vez, no exagere: según un estudio del Instituto Nacional de Salud Pública de Holanda, el 40 % de la población de este país convivirá con un mal crónico en 2030 –hoy la cifra tampoco es baladí: un 32 %–. Un informe parecido de los Centros para el Control de Enfermedades (CDC) en Estados Unidos asegura que seis de cada diez personas padecen, al menos, una patología crónica, como diabetes, cáncer y cardiopatías.
Para no engrosar esos porcentajes, algún factor está bajo nuestro control –como la alimentación o el ejercicio–, pero otros no, “como la contaminación mundial, las nanopartículas o los políticos, que son muy tóxicos también”, bromea Pruimboom. ¿La solución? Solo nos queda encontrar “la vacuna contra el daño de la vida moderna para lograr que nos haga menos o nada de daño”. En su proyecto La vida intermitente, publicado en 2018 en la revista Medical Hypotheses, este investigador reúne una serie de intervenciones para desintoxicarse y tolerar mejor el estrés ambiental. Una de ellas son los baños de bosque, que neutralizan el efecto de la luz artificial. “El mundo está demasiado iluminado, la luz artificial frena la producción de melatonina, que no solo es la hormona del sueño y del crecimiento, también es un anticancerígeno intestinal e impide la degeneración de los discos vertebrales. En las ciudades, la mayoría de la gente tiene un retraso tremendo en la subida de melatonina, hasta la 1 o las 2 de la madrugada”, observa. En un experimento realizado por Pruimboom y sus colegas, midieron la melatonina en saliva a los participantes, todos urbanitas, antes y después de su estancia en una cabaña rodeada de árboles y alejada de la civilización. “En 48 horas, recuperaban el biorritmo normal, algo que se mantenía durante un mes en mujeres y tres meses en hombres”, afirma.
Como todo está relacionado, nuestra mente no iba a ser menos. Según la PNI, los pensamientos tóxicos también nos pueden enfermar, debido a reacciones bioquímicas implicadas en todos los sistemas del organismo. En opinión de Pruimboom, esos patrones mentales dañinos se quedan grabados en nuestra cabeza por falta de conocimiento. Para eso sirve lo que, en PNI, llaman deep learning, es decir, hacer partícipe al paciente de cuáles son los mecanismos de acción de su dolencia y todo lo que está en su mano hacer por dejarla atrás. Por ejemplo, “si alguien cree que nunca se va a curar, si le dicen que su patología es crónica, actuará conforme a esa creencia y, en efecto, no hará si no prolongar su enfermedad. Pero, si cambia esa hipótesis, abres la puerta a la cura. Cuando le explicas a esa persona cómo funciona su cuerpo, solo por entenderlo cambia por completo su pensamiento”, asevera Pruimboom. En la misma línea, De la Serna añade que se trata de “ayudar a las personas a tomar conciencia de lo que pasa, para que puedan tomar las riendas de su situación”.