El bing bang del sistema inmune
Se cree que sucedió hace unos 450 millones de años, cuando en los vertebrados con mandíbula, los glóbulos blancos empezaron a luchar contras virus y bacterias invasoras.
Un mosquito infestado de malaria acude durante la noche para picarte mientras duermes; un virus contagioso viaja por el aire en las gotitas expulsadas por la boca de alguien infectado que esta hablando cerca de ti, y se introduce en tu nariz y boca; una toxina bacteriana procedente de un alimento en mal estado se abre camino desde tu estómago hasta el torrente sanguíneo...
Vivimos en un mundo dominado por billones de virus y bacterias. Nuestras defensas inmunológicas se encargan de mantenernos vivos frente a sus constantes ataques. Pero el origen mismo de esos defensores sigue siendo un misterio para los propios inmunólogos. Su funcionamiento es complejo y exquisitamente sofisticado, en función de tres líneas de defensa, según nos explica Alfredo Corell, catedrático de Inmunología de la Universidad de Valladolid.
La primera es la piel que recubre cada milímetro de nuestro cuerpo, las lágrimas y los mocos, que impiden que los invasores entren. Pero si alguno de estos lo logra, se activa la segunda línea defensiva, la inmunidad natural: un grupo de células y moléculas con las que nacemos, que nunca cambian a lo largo de nuestra vida, ni se pueden entrenar.
Hay células –los macrófagos– que se dedican a tragarse enteros a los invasores que encuentran en su continuo patrullaje por las cañerías del cuerpo humano y sus tejidos. Son toda una suerte de glotones celulares. “Están en muchos lugares, en la sangre, como monocitos; o en los tejidos, como macrófagos”, añade Corell. “Se comen toda sustancia extraña”.
En este segundo nivel también existen unas células asesinas naturales (los linfocitos nk, del inglés natural killers), son especialistas en matar virus; y sustancias como el interferón, una proteína que impide que los microorganismos que han entrado crezcan. Esta línea defensiva se activa localmente en el punto de infección, allí donde el mosquito pica o el lugar de la invasión de los agentes patógenos (el epitelio de las vías respiratorias, si los hemos respirado, o el epitelio digestivo, si lo ingerimos).
Y la tercera línea defensiva es mucho más sofisticada: la inmunidad específica. Aquí se encuentran tres tipos de células: los linfocitos T coordinadores o colaboradores, que actúan “como los directores de una orquesta y deciden qué hay que hacer”, si bien segregan linfocitos B que produzcan anticuerpos o linfocitos T asesinos contra el invasor. La respuesta no ocurre en el sitio de infección, sino en los ganglios próximos al lugar del ataque, distribuidos en el cuerpo humano.
El mecanismo de reconocimiento de este sistema celular representa una memoria de élite cuya capacidad para producir variantes deja en pañales a los más potentes programas de inteligencia artificial que reconocen rostros en una multitud.
Nuestro sistema inmune es capaz de reconocer, como mínimo, un billón de agentes patógenos distintos, entre bacterias, virus, hongos… y de fabricar hasta un billón de anticuerpos diferentes, un billón de distintas estirpes de células asesinas, un billón de clases de células coordinadoras… La variabilidad es sencillamente asombrosa.
La inmunidad de élite no es otra cosa que una prodigiosa memoria. Normalmente se construye una semana después de la infección, pero a los veinte días produce células de memoria que patrullan el cuerpo y que reconocen instantáneamente al invasor si vuelve a presentarse en el futuro. ¿Cuándo surgió un sistema tan sofisticado? ¿Y por qué?
Tenemos que remontarnos en el tiempo, ya que esta capacidad memorística defensiva solo la encontramos, dentro del mundo animal, en los vertebrados. Fue un acontecimiento tan dramático que algunos inmunólogos hablan del big bang de la inmunología. Y quizá ocurrió hace unos 450 millones de años, cuando en los vertebrados con mandíbula, los glóbulos blancos –linfocitos, en suma– adquirieron esa capacidad sensacional para colocar al invasor en una diana precisa y hecha a medida bajo una nueva y potente mira telescópica nacida de la biología. Es posible que ese suceso se deba a una infección que alguna criatura marina sufriera por parte de un virus o un microbio, en aquellos remotos tiempos.
Para comprender este viaje en el tiempo, debemos preguntarnos: ¿cómo es posible que el genoma humano, que consta de unos 15 000 genes, sea capaz de reconocer un billón de cosas distintas? “Me quedé petrificado cuando lo estudié”, confiesa nuestro catedrático. “Antes creía que si tenía una infección, mi sistema inmune construía los elementos específicos para combatirla, pero no es así”. Es como si uno estuviera preparado para afrontar todas las infecciones del mundo aunque a lo largo de su vida padeciera una minúscula parte de ellas.
A finales de los años setenta, las investigaciones de Susumu Tonegawa, del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) –que le valieron a la postre el premio Nobel de Medicina– desvelaron la existencia de dos genes, llamados RAG1 y RAG2, en los linfocitos B. Estos genes les permiten fabricar esta asombrosa cantidad de variantes. Se entiende mejor si acudimos a la Lotería Nacional, sugiere Corell. Para fabricar cien mil números hace falta construir cien mil bolitas. Pero la lotería de la ONCE solo necesita cinco bombos (para las unidades, decenas, centenas...) y diez bolas en cada bombo. “Con cincuenta bolitas ya obtienes esos 100 000 números”.
La increíble versatilidad de los linfocitos B les permite realizar todo tipo de combinaciones genéticas hasta dar con la que se ajusta al invasor y lo atrapa como un guante. Viene determinada por los dos genes RAG, y es la propia genética la que nos permite rastrearlos en el tiempo remoto. Los tiburones, que es un grupo extraordinariamente antiguo –los primeros surgieron hace 450 millones de años– ya los tienen. Los genes RAG están presentes en todos los vertebrados con mandíbulas, también llamados gnatóstomos. Surgieron en el periodo silúrico y forman parte del 99 % de los vertebrados. En contraste, peces sin mandíbulas o agnatos , como el pez bruja y las lampreas, y en general todos los invertebrados carecen de estos genes RAG.
¿Cuál fue su origen? Craig Thompson, de la Universidad de Chicago, en Illinois, sugirió en 1995 que los genes RAG1 y RAG2 fueron en su momento elementos genéticos móviles, en suma lo que los científicos llaman trasposones: pedazos de ADN que son capaces de saltare integrarse en distintos lugares a lo largo de una larga secuencia de ADN como si fueran saltimbanquis genéticos. El mismo Thomson llegó a sugerir que estos elementos móviles fueron acarreados por un virus que infectó las células germinales de un vertebrado con mandíbulas hace 450 millones de años, cuando tuvo lugar la separación de las dos ramas de vertebrados. Se llama hipótesis del trasposón, o, si se quiere, la invasión de los trasposones: una infección por parte de algún virus o bacteria transformó para siempre las defensas inmunológicas de los vertebrados y nos ha convertido en lo que hoy somos.
Una investigación realizada en 2006 reveló que en una especie de erizo de mar violeta –en suma, un invertebrado– existen unos genes que son muy parecidos a los RAG. Aunque los invertebrados no tienen memoria celular inmunológica, podrían haber sufrido una infección de trasposones, solo que al final no lograron adquirirla. El porqué tuvo éxito en unos animales mientras en otros no seguirá alimentando el debate científico. Algunos hablan de un único big bang, un acontecimiento único, mientras que otros sugieren que las memorias inmunológicas se adquirieron de forma gradual e independiente en diversos grupos de organismos.
Lo cierto es que el 90 % de los animales no tienen inmunidad adquirida, pero se las arreglan bastante bien con su inmunidad innata en un mundo donde siempre están acechando virus y bacterias. Esta inmunidad se basa fundamentalmente en la existencia de unos receptores celulares que permiten a las células que patrullan nuestro cuerpo reconocer al invasor. Se han encontrado hasta doscientos tipos de receptores en erizos de mar y esponjas marinas. Y las plantas tienen también receptores que se les parecen. La inmunidad natural probablemente nació con los primeros animales multicelulares hace unos 600 millones de años.
Las plantas, por su parte, poseen un sistema inmunológico sofisticado. Muchas especies, como la col, la mostaza, el nabo y el brócoli, contienen receptores llamados LORE. Estos son capaces de detectar las moléculas de grasa y azúcar presentes en las paredes de las bacterias que las atacan. Su sistema inmune fabrica proteínas que destruyen a los invasores, refuerzan las paredes celulares vegetales en otras zonas para evitar que entren e incluso sacrifican hojas y ramas enteras que ya han sido infectadas desprendiéndose de ellas para cortar por lo sano el problema.
“Las plantas tienen muy desarrollada la inmunidad innata”, dice Corell. “Hay unas sustancias llamadas defensinas que son antibióticos naturales. Nosotros los tenemos en las lágrimas y en los mocos, y también los poseen las plantas. Los antibióticos matan directamente los microorganismos”.
Si nos remontamos aún más en el tiempo, entramos en el dominio del mundo exclusivamente habitado por microbios. Los primeros signos de vida aparecieron probablemente hace unos 3800 millones de años. Hasta la aparición de los seres multicelulares, eso nos deja un planeta habitado por bacterias y virus, enemigos acérrimos entre sí, ¡durante al menos tres mil millones de años! Para defenderse de estos ataques tuvieron que desarrollar una suerte de defensas moleculares. Incluso los virus que se defienden de otros virus llamados virófagos, nos explica José Antonio López Guerrero, profesor titular de Microbiología del Departamento de Biología Molecular de la Universidad Autónoma de Madrid. “Los virus más grandes o gigantes se llaman mimivirus y han desarrollado un sistema llamado CRISPR capaz de degradar el genoma de estos virus virófagos”. Las bacterias tienen un mecanismo parecido de defensa para degradar el ADN de los invasores, y a su arsenal suman un tipo de enzimas de restricción que son como tijeras que cortan el ADN del invasor, enzimas para las que están protegidas.
Y en cuanto a los animales de una sola célula, los protozoos, como las amebas, tienen un “sistema de reconocimiento de patrones de posibles invasores y un sistema para fagocitarlo, lo que constituiría un tipo de inmunidad primaria que sería el precursor de la inmunidad natural”, concluye este virólogo. El sistema inmune es la consecuencia de un mundo vivo en constante lucha por salir adelante.