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A la busca y captura del monopolo magnético

Encontrar un monopolo magnético, un imán con un solo polo, es como buscar aguja 'magnética' en un pajar. Sin embargo, todo apunta a que existe.

El 12 de julio de 2012 se produjo un anuncio histórico: el gran colisionador de hadrones (LHC) del CERN, cerca de Ginebra, por fin había detectado el bosón de Higgs, último ladrillo que le faltaba al marco de referencia de la física de partículas, el llamado modelo estándar. Sin embargo, aún quedaba otra incógnita que los físicos llevan décadas intentando despejar, una que abriría las puertas a un mundo poblado por hipotéticas entidades subatómicas con nombres como axiones, neutralinos, WIMP o charginos. Hablamos del monopolo magnético. Tres años más tarde del éxito del Higgs, el CERN lanzó un nuevo experimento, llamado Monopole and Exotics Detector (MoEDAL): la cacería a la partícula que lleva eludiendo a los físicos desde finales de los 70 acababa de comenzar.

Aunque el magnetismo es un viejo conocido –existen pruebas arqueológicas que apuntan a que los antiguos olmecas lo usaban hacia el año 1200 a. C. en sus rituales– fue un enigma hasta el siglo XIX. En 1819, un profesor de Física de la Universidad de Copenhague llamado Hans Christian Oersted observó que al aproximar una brújula a un hilo que conducía electricidad, la aguja cambiaba de dirección. Pero fue el francés Andrè-Marie Ampère quien acabó sentando las bases del electromagnetismo al suponer que si la corriente eléctrica se comportaba como un imán era porque, de algún modo, debía ser un imán. La gran síntesis vino del escocés James Clerk Maxwell, que llegó a la conclusión de que la luz, la electricidad y el magnetismo estaban entrelazados y en 1864 enunció lo que hoy se conocen como las leyes de Maxwell.

Ahora bien, la mera observación nos dice que existe una diferencia fundamental entre electricidad y magnetismo: mientras que en la primera pueden existir las cargas eléctricas por separado, en el segundo siempre vemos que aparecen por pares; por mucho que cortemos un imán nunca aislaremos el polo norte del sur. Por eso se dice que no hay monopolos magnéticos. Ahora bien, ¿no los hay porque no los hemos visto o porque no pueden existir?

Esta ausencia molesta a algunos físicos porque rompe un criterio de belleza que consideran sacrosanto: el de la simetría; hace que las leyes de Maxwell no sean totalmente simétricas. Sin embargo, explican perfectamente todos los fenómenos electromagnéticos, un inmenso logro para unas ecuaciones con más de 150 años de historia. Entonces, si la teoría no necesita de los monopolos para explicar lo que sucede a nuestro alrededor, ¿para qué insistir?

En 1931, con la teoría cuántica bien asentada, un solitario físico inglés llamado Paul Dirac demostraba que los monopolos magnéticos hacían que la carga eléctrica solo pueda tomar un valor discreto, o sea, múltiplo de una unidad mínima. Hasta entonces, este hecho se metía a capón en las ecuaciones de la mecánica cuántica, y ahora aparecía de manera natural. Al parecer, la existencia de los monopolos es necesaria para que el electrón tenga la carga que tiene. Y no solo eso: también puede ayudar a resolver el atolladero en el que se encuentra metida la física de partículas.

El modelo estándar, construido lentamente desde hace medio siglo , describe tanto las propiedades de las partículas subatómicas como el funcionamiento de tres de las cuatro fuerzas de la naturaleza. Pero está incompleta: no incorpora la gravedad, y tampoco tiene espacio –o no se le ha encontrado– para la misteriosa materia oscura que llena el universo. El monopolo puede rellenar esas lagunas.

Su búsqueda comenzó en la década de los 70, cuando aparecieron las llamadas teorías de gran unificación (TGU), hijas del empeño de los físicos por encontrar la gran simetría cósmica. En este caso, las TGU pretenden agrupar bajo una única formulación tres fuerzas de la naturaleza: la electromagnética, la fuerte –responsable de la cohesión del núcleo atómico– y la débil –de la que depende un tipo de desintegración radiactiva–. Esa unión se verifica a altísimas temperaturas, que en el universo solo se han alcanzado justo después del big bang. Pues bien, en 1974, Gerardus ‘t Hooft y Alexander Polyakov mostraron que todas las TGU presuponen la existencia de monopolos. Además, nos dicen cuál puede ser su masa: unos diez mil billones de veces la del protón. También predicen que se tuvieron que crear gran cantidad de ellos en los primerísimos instantes de vida en el universo; prácticamente, uno por cada protón existente. Pero eso no se observa.

¿Cómo solucionar el problema? Se necesita una forma de bajar rápidamente la temperatura del cosmos para que no se formen tantísimos monopolos. Ese mecanismo lo encontró el cosmólogo Alan Guth en los años 80, la llamada inflación: el universo vio acelerada su expansión de forma exponencial entre 10 36 hasta 10 32 segundos después de la explosión inicial. Se trata de una teoría consistente, capaz de explicar algunos inconvenientes del paradigma del big bang, pero es pura conjetura. Como escribió el cosmólogo británico Martin Rees, los que no se creen mucho esta física exótica “no van a estar muy impresionados con un argumento teórico que sirve para explicar la ausencia de partículas de por sí hipotéticas”.

¿No estarán equivocadas las TGU? Por ahora no son más que especulaciones, pues nuestros aceleradores de partículas no se aproximan ni de lejos a las energías necesarias para comprobar sus predicciones, y las poquísimas que se han podido constatar no resultan muy halagüeñas. El interés que generaron estas teorías en los años 70 y 80 se ha perdido en favor de otras más grandilocuentes, por decirlo de alguna forma.

Son las llamadas teorías del todo, como la de cuerdas, que intentan incluir la gravedad en esa búsqueda de una única superfuerza que aglutine a las cuatro que existen en la naturaleza. En este caso, las fuerzas y partículas surgirían como consecuencia de la vibración de pequeñas y misteriosas hebras de energía. Pues bien, todas las teorías del todo dicen que los monopolos deberían existir. Uno de los expertos más importantes en este campo, Joseph Polchinski, afirmó en 2002 que era “una de las apuestas más seguras que uno puede hacer en física”. Dieciséis años más tarde, y antes de su muerte en febrero de 2018, seguía sosteniendo: “Cuando tengamos una teoría unificada de la física, encontrarás que viene acompañada de monopolos magnéticos”.

Por eso hay varios equipos empeñados en buscarlos, algo que se puede hacer de tres formas: primero, intentar producirlos en los aceleradores de partículas; segundo, buscarlos en los rayos cósmicos o atrapados en ciertos materiales; y tercero, rastrear pruebas indirectas de su existencia en diferentes fenómenos astronómicos.

¿Se podrían generar en un acelerador como el LHC? Gracias a Einstein sabemos que energía y masa están relacionadas por la fórmula E=mc 2 . Eso implica que si queremos crear una partícula, multiplicaremos su masa por el cuadrado de la velocidad de la luz para obtener la energía necesaria. En el caso de los monopolos predichos por la TGU, se necesita un billón de veces más de la que se produce en el LHC. Ahora bien, es posible que existan ejemplares de masa intermedia, y es hacia ahí donde se dirige la cacería.

Con el resto de las partículas, como el bosón de Higgs, el método es muy diferente. Estas tienen una vida muy corta y rápidamente se desintegran. Para dar con ellas, los físicos deben buscar entre la maraña de partículas que se producen en el acelerador al hacer chocar dos protones. Al contrario, el monopolo es estable –solo puede destruirse si se encuentra con su gemelo en antimateria–, por lo que, una vez producido, no desaparece. Debido a su carga magnética, interacciona fuertemente con el campo electromagnético, y lo mejor de todo es que lo hace de manera muy diferente al resto de las partículas.

Por desgracia, debido a estas diferencias, la mayoría de los experimentos instalados en el LHC no se ajustan a la búsqueda de monopolos. Por eso, en diciembre de 2009 el CERN aprobó el Monopole and Exotics Detector (MoEDAL), que empezó a recoger datos en 2015 y en el que participan setenta investigadores de cuatro continentes. Su objetivo es también encontrar otras partículas exóticas supermasivas que pueden producirse en las colisiones de protones.

Para hacernos una idea de lo que es, imaginemos muchas capas de plástico puestas una detrás de otra. Si disparamos un perdigón, cruzará todas las láminas y en cada una de ellas habrá hecho un agujero; al alinear bien esas láminas, seremos capaces de dibujar la trayectoria seguida por el proyectil. En el caso de MoEDAL, disponemos de aproximadamente 400 detectores nucleares de trazas (NTD), y en cada uno de ellos se apilan diez capas de plástico. “Es como una cámara gigante, y las láminas hacen de película”, dice James Pinfold, portavoz de MoEDAL. Si se registra algo, los físicos brindarán con champán, pues “ninguna partícula del modelo estándar puede dejar rastro en nuestro plástico”, asegura Pinfold.

Para completar la caza, en septiembre de 2012 se instaló en MoEDAL el Magnetic Monopole Trapper, consistente en una estructura de aluminio que, “si atrapa un monopolo, genera una corriente eléctrica. Tampoco hay forma de que detecte otra cosa”, explica Pinfold. En julio 2019 publicaron los primeros resultados, los mismos que los que dieron otros aceleradores en el pasado, como el Tevatrón, LEP y HERA: cero monopolos.

En lugar de intentar producirlos en el laboratorio, también podemos buscar los que supuestamente ya existen en la naturaleza: aquellos que se crearon con el big bang todavía deben andar por ahí. Evidentemente, la facilidad para encontrarlos dependerá de la cantidad que haya. El Observatorio Pierre Auger, en Argentina, se dedica a observar las cascadas de partículas y fotones que provocan los rayos cósmicos al chocar con la atmósfera. Allí, cerca de 1700 tanques llenos de agua dispuestos en 3000 km 2 esperan el paso de un monopolo oculto entre estos chaparrones espaciales.

Por otro lado, en el Polo Sur se encuentra el observatorio IceCube, de la Fundación Nacional para la Ciencias de Estados Unidos , que utiliza el prístino hielo antártico para estudiar el neutrino, una partícula que apenas interacciona con la materia. Eso hace de esta instalación un lugar idóneo para intentar ver el paso del monopolo pesado y lento de las TGU. Si un protón del hielo antártico chocara con uno, se desintegraría y aparecerían otros tipos de partículas, que IceCube registraría puntualmente.

También se han buscado monopolos en el interior de meteoritos, pues podrían haberse quedado pegados en algún átomo: en 1995 se hizo el estudio más extenso realizado hasta la fecha, cuando fueron estudiados un total de 112 kilos de roca espacial. Y, por último, se han escudriñado rocas volcánicas recogidas en los polos. Esto es así porque a lo largo de la historia de la Tierra algunos monopolos podrían haberse quedado atrapados en rocas del manto terrestre para luego haber ido subiendo lentamente a la superficie en dirección a los polos geomagnéticos. En 2013, científicos suizos examinaron 23,4 kilos de rocas polares... con nulo resultado.

Pero, como suele decirse, la ausencia de pruebas no es prueba de ausencia. Las reglas de la lógica dicen que no se puede demostrar la no existencia de, por ejemplo, el ratoncito Pérez. ¿Entonces para qué sirve tanto resultado negativo? Para determinar un límite a su abundancia. Así, del estudio de los meteoritos se deduce que la densidad de monopolos en el Sistema Solar debe ser igual o menor de un ejemplar por cada cien kilos de rocas meteoríticas. Los límites más estrictos provienen del experimento subterráneo MACRO (Monopole, Astrophysics and Cosmic Ray Observatory), que operó en Gran Sasso (Italia) de 1989 a 2000. De esta y otras investigaciones se desprende que en el universo debe haber menos de un monopolo por quintillón de nucleones (protones y neutrones). Una aguja —magnética— en un pajar.

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