Estamos en la era de la muerte escondida
Durante toda la historia de la humanidad la muerte ha sido un hecho social pero en la actualidad, a pesar de que está presente cada día en las noticias, la ocultamos cuando la tenemos cerca.
El antropólogo francés Louis-Vicent Thomas señalaba que la muerte es un hecho individual y social. Aunque asumimos solos la propia muerte, también es una realidad sociocultural. Hasta mediados del siglo XVIII en Europa persistía la idea, o más bien la exigencia, de que el moribundo debía sentirse rodeado por los demás. Madame de Montepan, la favorita 'oficial' de Luis XIV -con el que tuvo 7 hijos-, temía menos a la muerte que al hecho de morir sola.
Cuando se llevaba el viático a un enfermo, cualquiera, incluso los extraños a la familia, podía entrar en la casa y dirigirse a la habitación del moribundo. A pesar de las quejas de los médicos -de lo poco higiénico de una muchedumbre invadiendo la habitación de un agonizante- y de las prohibiciones eclesiásticas a que se congregara demasiada gente en torno a él, se moría en público. “Cuando tenía lugar un deceso, sobre todo si se trataba de un adulto, los vecinos ofrecían sus servicios a la familia de luto. Se prestaban a vestir al muerto y a velarlo por turnos toda la noche. Iban a avisar a la parentela a las localidades vecinas e incluso alejadas, cuando era necesario. En esas ocasiones ya no había enemigos. Todas las animosidades y rencores se suspendían. Era la tregua de la vida” explicaba en 1948 el folklorista germano-francés Arnold van Gennep. Aunque no todos tenían ese público: mucha gente vivía sola y en la miseria y, cuando el sacerdote se había marchado, morían como podían.
Esta solidaridad ante la muerte ha desaparecido en nuestros días y se habla de la época de la muerte escondida, que refleja un hecho llamativo y contradictorio: está presente cada día en las noticias, en las pantallas de nuestros televisores, pero la ocultamos cuando la tenemos cerca, hasta el punto que en los tanatorios españoles, si hay niños en la sala, la cortina que separa la habitación del muerto debe estar echada: los infantes no deben ver un cadáver. La idea subyacente es obvia: “En lugar de percibir la muerte, el sufrimiento y el dolor como acicates más intensos para abrazar la vida, el individuo se ve impelido a despojarse del sentimiento de la muerte como si se tratara de un escándalo”, dice el antropólogo italiano Alfonso di Nola. La muerte, en la cultura occidental, es un escándalo.
Durante toda la historia de la humanidad la muerte ha sido un hecho social y aunque este modelo aún subsiste marginalmente en algunos lugares, la sociedad moderna la ha expulsado de su seno, ya no siente la necesidad de realizar una pausa en sus actividades. La desaparición de un individuo ha dejado de alterar el discurrir normal de la vida, salvo en el caso de la muerte de personajes de estado o públicos, donde se recupera la tradición solo por simple etiqueta.
El negocio de la muerte
Pero es que, además, la muerte ya no pertenece a la familia pues la gestionan los hospitales y las funerarias, que la tratan como un acontecimiento del que hay que evitar cualquier estorbo: es el “que se encarguen ellos”. Ya no nos ocupamos de nuestros muertos porque hemos decidido entregar esa responsabilidad a un extraño. Estados Unidos es el ejemplo extremo de una tendencia que se va propagando por el resto de las sociedades occidentales: las funeral-homes arrebatan el finado a la familia y lo colocan al comienzo de una cadena que pasa por el embalsamamiento y reconstrucción -si ha habido algún deterioro visible-, la compra de vestimenta específica para cadáveres -desde los zapatos a la ropa interior- y termina con la exposición en una capilla o un salón decorado mientras suena una música inane.
La desaparición de las costumbres fúnebres estadounidenses fue denunciada a mediados del siglo pasado por la periodista y activista de origen británico Jessica Milford. Su libro The American way of death (1963) -todo un éxito de ventas- denunciaba cómo el mercantilismo se había hecho cargo de la muerte, con prácticas abusivas e imponiendo tarifas escandalosas por sus “servicios”. Algo que sigue vigente incluso en España, donde las asociaciones de consumidores suelen denunciar abusos, opacidad de información y, en ocasiones, timos tanto en el sector funerario como en hospitales y geriátricos, los principales lugares donde morimos los españoles.

La carrera de una prostituta. El funeral. Grabado de William Hogarth
Morir en soledad
Esta es la novedad fundamental de la modernidad; hemos cambiado el lugar donde morimos. Ya no lo hacemos en casa sino en el hospital, donde el aislamiento es total y angustioso. Un caso extremo de esto ha sido la muerte de pacientes covid. Elisabeth Kübler-Ross, una psiquiatra suiza que pasó casi toda su vida asistiendo a agonizantes, escribía en 1969: “El morir se convierte en algo desolador e impersonal, porque el enfermo a menudo es arrancado de su entorno familiar y transportado deprisa a un centro de urgencias [...] Cuando un paciente está gravemente enfermo, frecuentemente es tratado como si careciera del más mínimo derecho a tener opiniones propias [...] deja de ser una persona [...] podrá desear que una sola persona se pare a preguntarle un sola cosa, pero tendrá alrededor de él a una docena de personas extremadamente ocupadas y preocupadas por su ritmo cardíaco, le pulso, el electrocardiograma o su función pulmonar, pero no de él en tanto que ser humano”.
Aunque la situación ha mejorado desde que se escribieron estas líneas, no lo ha hecho demasiado. El sociólogo de la Universidad de California en Berkeley, Robert Blauner, señalaba acertadamente que sobre la muerte se cernía el mismo mal que acecha a la condición humana: “Las sociedades modernas controlan la muerte a través de la burocratización. Hoy es el hospital el que toma a su cargo al paciente que está por morir y gestiona la crisis de su muerte; mientras, la industria fúnebre prepara el cuerpo para la sepultura […] Su papel especial consiste en contener, gracias al aislamiento, y mitigar, siguiendo procedimientos metódicos, el desorden y la ruptura asociados a la crisis de la muerte. […] Los hospitales están preparados para ocultar los hechos ligados a la muerte y al morir a los ojos tanto de los pacientes como de los visitantes”.
Referencias
di Nola, A. F. (2006) La negra señora, Barcelona
Elisabeth Kübler-Ross (1971) Sobre la muerte y los moribundos, Barcelona
Robert B. (1969) Death and social structure en R. L. Coser, ed., Life-Cycle and Achievement in America, Londres