¿Conoces la larga historia del jabón?
El ser humano utiliza el jabón desde hace 5 000 años, sobre todo en manos de los babilonios, egipcios, griegos y romanos, pero no sería hasta el siglo XIX cuando entendimos porqué el jabón limpia.
Decía la reina Isabel I de Inglaterra que ella se bañaba una vez al mes, «lo necesitase o no». Y es que la higiene personal era algo que dejaba bastante que desear desde la Edad Media, cuando la Iglesia se convirtió en la luz y guía del mundo occidental. La carne debía mortificarse todo lo que fuera posible, luego el cuidado del cuerpo era algo pecaminoso. ¿A qué pecador se le ocurriría exponer su cuerpo, impúdicamente desnudo, a la vista del resto? De este modo, la cultura de los balnearios romanos, donde el baño era una actividad social, desapareció. Así la peste negra, que desembarcó en el puerto de Messina en octubre de 1347, tuvo un poderoso aliado en la nula higiene de la Europa de entonces.
Y no sería por falta de materia prima. El agua siempre ha estado ahí y el uso de jabón para el aseo personal y la limpieza de los vestidos se remonta a un tiempo tan antiguo como hace 5 000 años. Tenemos evidencias de la existencia de algo parecido al jabón en unos cilindros de arcilla babilonios de 2800 a. C. Las inscripciones de esos cilindros dicen que se hervían grasas con las cenizas de plantas, lo cual es un método para hacer jabón. Los egipcios, que tenían por costumbre bañarse regularmente, nos han dejado en el papiro Ebers -un texto médico de 1500 a. C.- su jabonosa receta: aceites animales y vegetales y sales alcalinas, que utilizaban tanto para lavarse como para tratar diferentes enfermedades de la piel. En Grecia y Roma el jabón ni se acercaba a sus cuerpos. Para la higiene personal utilizaban trozos de arcilla, arena, piedra pómez y cenizas, dejando la ropa a merced de la sosa -conocida en el mundo romano como natrium-, cenizas, heces de vino... Para conseguir en la ropa ese blanco más blanco utilizaban amoniaco, que los artesanos griegos obtenían de la fermentación de la orina. Por eso, detrás de la puerta de sus negocios tenía unas jarras que estaban a disposición de los clientes que quisieran hacer uso de ellas.
El primer jabón
Hasta el siglo VII no se institucionalizó en Europa la que podríamos llamar la artesanía del jabón. Los maestros jaboneros, como después harían los pirotécnicos, ocultaban con cuidado el secreto de la mezcla: aceites vegetales y animales, cenizas de ciertas plantas y, cómo no, las sustancias que le daban la fragancia apropiada. Italia, Francia y España fueron los primeros países en entrar en el negocio del jabón: de algo tenía que servir poseer aceite de oliva... El proceso de fabricación era sencillo. Los artesanos hervían en un caldero aceite de oliva con una potasa obtenida de tratar cenizas con cal. Poco a poco, haciendo uso del omnipresente principio del ensayo, prueba y error, la técnica se fue perfeccionando. Pero había un pequeño detalle que no preocupaba a nadie: por qué el jabón limpiaba. No fue hasta bien entrado el siglo XIX, y gracias al espectacular avance que la química orgánica conoció durante ese siglo debido a algo tan material como es la moda y el desarrollo de nuevos tintes sintéticos.
La química del jabón
Los ácidos grasos se obtienen de los aceites y grasas vegetales y animales. Se componen de dos partes: lo que se llama un grupo carboxilo, que es una molécula compuesta por un átomo de hidrógeno, dos de oxígeno y uno de carbono, unido a un hidrocarburo, que es esencialmente una cadena de carbonos unido cada uno a dos hidrógenos. En las grasas y aceites los ácidos grasos se encuentran formando un triglicérido: tres de ellos unidos por una molécula de glicerina.
Por otro lado, una base o álcali no es otra cosa que una sal soluble de un metal alcalino, como el sodio y el potasio: las más habituales son el hidróxido sódico -un átomo de sodio, otro de oxígeno y otro de hidrógeno-, o sosa cáustica, y el hidróxido de potasio -idéntica pero cambiando el sodio por el potasio-, o potasa cáustica. Las bases tiene la propiedad de que al reaccionar con un ácido lo neutralizan, y eso es lo que se busca a la hora de obtener el jabón.
El método empleado para obtener jabón recibe el nombre de saponificación: calentar las grasas con las cenizas de plantas alcalinas, lo que produce jabón, agua y glicerina. En función de qué base se utilice tendremos un tipo de jabón u otro. Si usamos la sosa obtenemos jabones de sodio, que son “duros”. Si se usa la potasa se obtienen otros más suaves, que podemos encontrar en los jabones líquidos.

Haciendo jabón
¿Por qué limpia el jabón?
Lo que confiere al jabón su peculiar habilidad para limpiar la ropa es que su molécula se comporta como si tuviera doble personalidad: el extremo donde se encuentra el hidrocarburo huye del agua -es hidrófobo- y tiende a unirse a la grasa, mientras que el otro es hidrófilo, le encanta el agua. Obviamente el efecto de ‘tirón’ del lado hidrófilo debe ser mayor para poder arrancar la suciedad de la ropa, al que ayudamos cuando frotamos la prenda. Al final queda una diminuta gota de suciedad rodeada por una envoltura de jabón, un proceso que se ve favorecido si se usa agua caliente.
Ahora bien, el jabón ve reducida su efectividad si se lava en agua dura, que contenga gran cantidad de sales minerales -de calcio y magnesio principalmente, pero también de hierro y manganeso-. Esto es así porque estas sales reaccionan con el jabón formando un precipitado insoluble que da a la ropa un tacto como si hubiera sido almidonada. De ahí que usemos suavizante.
El largo reinado del jabón terminó a finales de la Segunda Guerra Mundial. Fue entonces cuando se popularizaron los detergentes, cuyo funcionamiento es idéntico al del jabón. Pero en este caso el llamado agente activo superficial o surfactante se obtiene haciendo reaccionar ciertos derivados del petróleo -que constituyen la parte hidrófoba- con ciertas sustancias químicas como el ácido sulfúrico o el trióxido de azufre y, luego, con sosa o potasa para componer la parte hidrófila.