Los científicos también se enamoran
El amor es algo que comienza no se sabe cuándo y termina no se sabe cómo. Esto, que se aplica al pie de la letra al común de los mortales, también les ha pasado a los científicos. Y si no que le pregunten a Sagan, Einstein, Darwin o Alfred Nobel.
En ocasiones, los seres humanos perdemos la cabeza por un amor. Eso le pasó a Alfred Nobel, inventor de la dinamita y un científico excéntrico y millonario que dejó su enorme fortuna para utilizarla como fuente de los famosos premios que llevan su nombre. Claro que podíamos preguntarnos porqué ese dinero no lo heredaron sus familiares.
La respuesta está en que Nobel nunca se casó y tampoco tuvo una dichosa vida personal. Tuvo una pobre salud y sufrió de continuas depresiones. Vivió de manera tan sombría y reservada que al morir en 1896 nadie sabía si alguna vez había mantenido relaciones con una mujer. Sin embargo, tres mujeres se cruzaron en su vida: un amor de juventud que, siguiendo los cánones del más puro drama, terminó trágicamente con la muerte de ella; un amor de madurez no correspondido con su secretaria Berta Kinsky; y un último, turbulento y desgraciado, al final de su vida con Sofie Hess, una belleza veinteañera deseosa de pasar por la vida disfrutándola al máximo: en las ausencias del inventor dejaba abierta la puerta de su alcoba a toda una cohorte de jóvenes pretendientes y vividores.
¿A quién pertenece el corazón de un investigador? Decía la microbióloga Lynn Margulis que un verdadero científico no puede amar a otra persona porque su gran amor es su trabajo. Y quizá no le falte razón, pero eso no era lo que pensaba en su juventud, cuando se casó con Carl Sagan. Realmente su matrimonio no fue de los de ser felices y comer perdices. En realidad, el celebrado científico obligó a su joven esposa a posponer su carrera científica para cuidarlo mientras él terminaba su tesis doctoral y obtenía un puesto estable como investigador, lo que demuestra que ser buen científico no implica ser un buen marido.

Ann Druyan y Carl Sagan
La ceguera emocional de Einstein
Tampoco lo fue Albert Einstein, un hombre cuyas palabras en público contradecían sus hechos en privado y cuya miopía emocional dejó muchas heridas en quienes intimaron con él. Una fue Marie Winteler, una bonita joven que enamoró a un dieciséisañero Einstein. Cuando éste se mudó a Zurich en 1896 para ingresar en el Politécnico sugirió, sin previo aviso, que debían dejar de escribirse. El amor había terminado pero eso a Einstein no le impedía seguir enviando su ropa sucia a Marie para que se la lavara mientras él salía con una compañera de clase, Mileva Maric, que acabaría convirtiéndose en su esposa.
En enero 1902 Mileva dio a luz a una hija, Lieserl. La actitud de Einstein, que estaba trabajando como profesor en la ciudad de Schaffhausen mientras Mileva permanecía en Zurich, es llamativa. Durante el embarazo sus cartas revelan a un padre expectante y entusiasmado, pero tras el nacimiento de Lieserl su actitud se tornó distante y fría. No la volvió a mencionar en sus cartas y jamás fue a verla. Como si hubieran adoptado un pacto de silencio, ninguno de los dos volvió a mencionarla en sus cartas. La hija ilegítima de Einstein desapareció de la historia dos semanas después de su nacimiento y de ella jamás ha vuelto a saberse nada. Desde entonces el matrimonio entró en barrena y poco a poco se fue convirtiendo en una pesadilla, con violencia doméstica incluida.
Darwin enamorado
No obstante, la prueba de que quizá Margulis no tenga razón la tenemos en otro de los gigantes de la ciencia, Charles Darwin. A finales de 1837 se sentaba solemnemente ante una hoja de papel dispuesto a decidir si debía casarse. Empezó a escribir las ventajas y los inconvenientes del matrimonio. Entre las primeras estaban “los hijos -constante compañía (amistad en la vejez)-, el placer de la música y de la conversación femenina, buena para la salud”. Frente a ello oponía “una terrible pérdida de tiempo” por culpa de la obligatoria e inexcusable vida social, los gastos y la preocupación de los hijos, y estar atado a una casa.
Al final Darwin se dejó llevar por sus sentimientos y escribió: “Dios mío, es insoportable pensar en pasarse toda la vida como una abeja obrera, trabajando, trabajando, y sin hacer nada más. No, no, eso no puede ser. Imagínate lo que puede ser pasarse el día entero solo en el sucio y ennegrecido Londres. Piensa sólo en una esposa buena y cariñosa sentada en un sofá, con la chimenea encendida, y libros y quizá música… Cásate, cásate, cásate”. El 11 de noviembre de 1838 pidió la mano de Emma Wedgwood, una de las hijas de su tío Josiah. Aunque se amaron intensamente, los dos sufrieron por sus irreconciliables diferencias religiosas. En una carta que le escribió Emma antes de casarse le suplicaba que abandonara su manía de “no creerse nada hasta que esté demostrado”. Darwin dijo que era una carta preciosa y escribió en el sobre: “Cuando esté muerto, quiero que sepas cuántas veces la he besado y llorado sobre ella”.
El dolor de una pérdida
A pesar de la imagen estereotipada que tenemos del científico, un ser frío y racional poco dado a las emociones, la realidad es bien diferente a pesar de que resulta difícil comprender al científico lejos de su trabajo. Un ejemplo lo tenemos en Louis Pasteur, cuya vida orbitaba alrededor del laboratorio, su “diminuto templo de la experimentación”. Sólo en una ocasión el descubridor de la rabia fue incapaz de trabajar, justo al poco de doctorarse. En aquellos momentos de júbilo le llegó la noticia de que su madre había sufrido una apoplejía; a las pocas horas, moría. Durante semanas Pasteur se encerró en un mutismo total y dejó de investigar. Su mayor dolor fue no poder despedirse: “cuando llegué ya no estaba entre nosotros”. Pero ella sí lo hizo. En su última carta, la madre de Pasteur escribió: “Que nada te cause pena. En la vida no hay más que quimeras. Adiós, mi querido hijo”.
Otro que también supeditaba su vida a su trabajo era el astrónomo francés Charles Messier, al que Luis XIV llamaba «el hurón de los cometas». Una noche, con su esposa a punto de morir, renunció a observar el cielo y se mantuvo junto al lecho de su mujer moribunda. Y esa misma noche se descubrió un cometa que él sin duda habría ‘cazado’. Poco después, un conocido le presentó sus condolencias por la irreparable pérdida. Agradecido, Messier le confió lo mucho que le había trastornado que se le escapara lo que hubiera sido el descubrimiento de su decimotercer cometa. Uno puede imaginarse la sorpresa del visitante y el embarazoso silencio subsiguiente. Entonces Messier se dio cuenta de lo que en realidad le estaba diciendo el amable visitante y agregó: “¡Ah! La pobre mujer”.
Referencias:
Davidson, K. (2000) Sagan: a life, Wiley
Frängsmyr, T. (2004) Alfred Nobel, Swedish Institute
Bowly, J. (1990) Charles Darwin: a new biography, W. W. Norton