Estamos solos en el universo
Aunque la mayoría de nosotros pensamos que debe haber vida inteligente en este vasto universo, hay numerosos científicos que piensan justo lo contrario.
La creencia en la existencia de vida extraterrestre más allá de las bacterias y otros organismos unicelulares se encuentra bien implantada en nuestro inconsciente. Ya sea gracias a las películas de ciencia-ficción como a la infatigable propaganda realizada por numerosos científicos, lo cierto es que se trata de un dogma casi inamovible. “Si estuviéramos solos… ¡menuda pérdida de espacio!” decía Jodie Foster en la película Contact, basada en la novela homónima del conocido Carl Sagan. Dejando a un lado la pueril teleología que oculta semejante afirmación –parece como si al cosmos le importase algo que solo existiera una especie inteligente-, lo que se esconde tras esa frase grandilocuente es un peculiar golpe de efecto filosófico, el reconocimiento de la mediocridad, que hábilmente expusieron Sagan y el astrofísico ruso Iosif S. Shklovskii en su clásico libro de 1966 Vida inteligente en el universo.
La idea subyacente es que el ser humano no es especial. Según ellos, ni el ser humano, ni nuestro planeta, ni el Sol son algo raro, una anomalía cósmica. La región del cosmos en la que vivimos es típica, no tiene nada de especial, por tanto todos los procesos que han dado origen a la vida y la inteligencia se pueden repetir en cualquier otro lugar si se dan las condiciones adecuadas. Esto es, solo necesitamos dejar pasar un tiempo prudencial para que la vida (y la inteligencia) aparezca de manera natural.
En las últimas décadas del siglo pasado dos descubrimientos dieron alas a esta forma de pensar que el Premio Nobel de Medicina Christian de Duve resumió con la frase “la vida como imperativo cósmico”. El primero fue el hallazgo de planetas extrasolares, condición sine qua non para la aparición de vida. El segundo, descubrir que la vida es robusta, capaz de sobrevivir en condiciones impensables: desde ambientes muy ácidos -como en río Tinto-, a temperaturas por encima de los 100º C, a presiones equivalentes a 11.000 metros bajo el mar... e incluso en el espacio. Esto parece indicar que la vida no exige de unas condiciones muy específicas para florecer. Y viendo los millones de galaxias que hay en el universo, cada una con más de cien mil millones de estrellas, resulta difícil pensar que la Tierra sea el único planeta con seres vivos en su superficie. ¿La conclusión? Si unimos estas consideraciones con la 'hipótesis de la pérdida de espacio', no hay duda de que el universo debe rebosar vida. ¿O no?
Hay unos cuantos científicos que reman contracorriente y no son tan optimistas. Por un lado -dicen- por muchas galaxias que haya en el cielo, no todas son válidas para la vida. Por ejemplo, en las galaxias activas, como las Seyfert, sus núcleos emiten unos flujos de radiación capaces de esterilizar la superficie de cualquier planeta que se encuentre allí. Tampoco son válidas aquellas que, como las galaxias elípticas, posean una baja cantidad de elementos como el hierro, el carbono, el fósforo, el sodio... (en lenguaje astronómico se dice que son galaxias de baja metalicidad). Sin materia prima es inviable la aparición de planetas y formas de vida. Y aunque encontremos una galaxia amigable para la vida, no todos los lugares de ella son apropiados.
Miremos a la Vía Láctea: en las regiones cercanas al superagujero negro del centro los niveles de radiación que llega a las regiones colindantes son tan elevados (250.000 veces superior a la que recibe nuestro planeta) que hacen imposible la aparición de moléculas compleja. Del mismo modo, las zonas con una alta densidad de estrellas también están prohibidas por la amenaza que suponen las supernovas, que al explotar son capaces de afectar seriamente a la vida en planetas situados a menos de 30 años-luz. Esto crea una esfera estéril alrededor del centro galáctico de al menos 10.000 años-luz de radio. Por contra, en las regiones más externas sucede lo mismo que en las galaxias elípticas: hay una importante escasez de elementos pesados fundamentales para la formación de planetas rocosos. El universo puede no estar tan repleto de vida a pesar de la cantidad de espacio que hay.
El geólogo Peter D. Ward y el astrónomo Donald Brownlee han desarrollado en detalle esta idea a la que han llamado la Hipótesis de la Tierra Rara, un disparo a la línea de flotación de la astrobiología más optimista. La idea es simple: la vida es común en el universo pero únicamente en sus formas más simples, que han demostrado ser capaces de sobrevivir en las condiciones más adversas, pero no podemos decir lo mismo de la vida superior, animal y vegetal, muchísimo más sensible a las condiciones ambientales. Además no solo tiene que aparecer sino que debe poder sobrevivir en el tiempo, lo que significa que el planeta debe proporcionar un entorno estable durante eones. Así, se necesita una estrella que proporcione luz de forma más o menos estable, sin explosiones ni cambios bruscos de brillo, y sin que produzca grandes cantidades de la letal radiación ultravioleta (cosa que hacen las estrellas masivas), al menos durante 5.000 millones de años. También es necesaria una cierta tranquilidad climática -algo que en la Tierra lo proporciona la Luna, que al estabilizar la orientación del eje de la Tierra impide que suframos variaciones caóticas en el clima-. Y eso sin hablar, por ejemplo, de la necesidad de un efecto invernadero contenido que proporcione una temperatura agradable y que no se desboque, como es el caso de Venus.
Dicho de forma simple: al contrario que en el caso de la vida microbiana, la existencia de seres vivos superiores requiere de tal finura en el ajuste de las condiciones ambientales -ya sean astronómicas, planetarias o ecológicas- que hace muy difícil su aparición en la superficie de un planeta.
Ahora bien ¿y la vida inteligente? Pensar, como defendía el famoso Carl Sagan, que nos encontramos en una Vía Láctea con más de un millón de civilizaciones esperando a contactar con nosotros, es un viva Cartagena: hasta el propio Carl Sagan admitía que usar este principio era “esencialmente un acto de fe”.
El cosmólogo sueco-estadounidense Max Tegmark en su libro Our mathematical universe también analiza la hipótesis de la 'pérdida de espacio' de Sagan. Tegmark parte de que no hay ninguna razón para creer que dos civilizaciones inteligentes deban encontrarse a una determinada distancia, sino que es igualmente probable que estén separadas mil, un millón, un billón o un trillón de años-luz. Teniendo esto en mente y suponiendo que (1) la colonización interestelar es tecnológicamente posible para una civilización un millón de años más avanzada que la nuestra; (2) que hay miles de millones de planetas habitables en la Vía Láctea, que se pueden haber formado miles de millones de años antes que la Tierra; y (3) que hay civilizaciones que pudiendo colonizar el espacio, escogen hacerlo, el cálculo de Tegmark nos dice que la distancia mínima a la cual encontraremos la civilización más cercana es mayor que el tamaño de nuestra galaxia.
Desde otro enfoque, el famoso biólogo Enrst Mayr pone su granito de arena a la ausencia de inteligencias extraterrestres. ¿Cuantas especies ha habido sobre la Tierra? Es difícil saberlo pero muchas más de los 8 millones de especies que existen en la actualidad. De todos esos millones, ¿cuántas han sido capaces de desarrollar tecnología? UNA. El argumento de la 'pérdida de espacio' se difumina.