Viaje al centro de nuestra galaxia
Si una noche de verano, clara y sin Luna, miramos hacia el este, donde la Vía Láctea corta el horizonte, estaremos contemplando el centro de nuestra galaxia. Situado en la constelación de Sagitario, nos encontramos a 27.000 años-luz de un centro oculto tras una impenetrable niebla de gas y polvo interestelar.
Las nubes de gas y polvo que ocultan el centro galáctico, de varios años-luz de tamaño, son una especie de alambique que destila moléculas que jamás soñamos que podrían encontrarse en el frío espacio. Gracias a reacciones químicas que se llevan produciendo durante millones de años hemos encontrado no sólo el amoniaco de debajo del fregadero, el acetileno de los soldadores o el antiséptico formaldehído, sino alcohol suficiente para llenar más de mil cuatrillones de botellas de whisky, además de azúcar (más concretamente glicolaldehído). Así hasta cerca de 150 tipos diferentes de moléculas. Y la cuenta sigue.
Detrás de esas nubes, oculto a nuestros ojos, se desarrolla una frenética actividad: en él se crean más estrellas que en los arrabales galácticos donde vivimos y las estrellas más masivas originadas en esta explosión creativa arrojan sus capas más exteriores en forma de temibles vientos mientras que numerosas ondas de choque supersónicas producto de explosiones de supernova se “escuchan” por toda la región.
Si dispusiéramos de un aparato de radio apropiado distinguiríamos claramente dos emisoras, cuya música suena como vapor saliendo del radiador de un coche viejo: una proviene del gas caliente y altamente ionizado por enjambres de estrellas (ellas mismas invisibles) o por las propias ondas de choque de supernovas; la otra, la música de los electrones moviéndose a altas velocidades por el campo magnético existente bastante más intenso que el del resto de la galaxia pero 500 veces más débil que el de la Tierra.
La radiación gamma -que en nuestro planeta creamos en los reactores nucleares- inunda el espacio con una energía 250.000 veces mayor a la de la luz visible, una radiación que proviene de la aniquilación de un electrón con su gemelo de antimateria, el positrón, a un ritmo inconcebible; cada segundo se consumen diez mil millones de toneladas de antimateria: es el Gran Aniquilador, cuyo nombre de catálogo resulta bastante menos poético: 1E 1740.7-2942. Probablemente se trate de un agujero negro estelar, aunque totalmente diferente a lo que podríamos encontrar en cualquier otra parte de nuestra galaxia. Está oculto detrás de una enorme nube de gas, cementerio de los positrones creados en esa factoría de antimateria que es el agujero negro y cuya posición la señalan dos chorros de materia de 5 años-luz de largo. Pero éste no se encuentra en el centro, sino muy cerca, a tan sólo 350 años-luz del núcleo.
Toda la zona central recibe el nombre de Sagitario A. Allí se han detectado casi mil fuentes de rayos X, en su mayoría objetos tan fantásticos como enanas blancas, estrellas de neutrones, agujeros negros y nubes de gas extremadamente calientes. A nuestro alrededor también podemos distinguir como burbujas de cava, los restos de supernovas que explotaron hace tiempo, y dos zonas de formación de estrellas, Sagitario B1 y B2. Comop puede verse Sagitario A es una radiofuente compleja en la que hemos podido identificar sus tres principales componentes: Sagitario A Este, el resto de una supernova de 25 años-luz de anchura y cuyo explosión tuvo que ser de 30 a 100 veces más potente que una supernova típica; Sagitario A Oeste, que parece una espiral de tres brazos aunque en realidad es un conjunto de nubes de gas y polvo que orbitan y caen sobre el tercer componente, y finalmente Sagitario A* (Sgr A*), una fuente de radio muy brillante y compacta. Pues bien, tras ese anodino nombre se esconde un superagujero negro de 3 millones de masas solares y unos 15 millones de kilómetros de diámetro, menos de la cuarta parte del diámetro de la órbita de Mercurio. Si la X marca el lugar donde está enterrado el tesoro, lo superagujeros negros indican dónde se encuentra el centro de las galaxias.
Pero las sorpresas no terminan aquí. En 2015 los astrónomos se encontraron con una potente emisión de rayos X a tan solo 10 años-luz del centro y hasta el momento no se ha podido descubrir quién es el responsable. Se habla de que puede tratarse de miles de cadáveres estelares apelotonados, como enanas blancas, estrellas de neutrones... Pero nadie está seguro. Ese mismo año también se descubrían 44 discos protoplanetarios de estrellas de baja masa a 2 años-luz del corazón galáctico. Esto tiene su importancia porque es la primera vez que se observa la formación de estrellas de baja masa en el centro. Estos discos se encuentran en dos cúmulos situados a 2 y 2,6 años-luz de Sgr A*, y podría llegar a formar planetas. Por supuesto, todo este conjunto está adornado con alrededor de 3.000 estrellas que orbitan alrededor de Sgr A* en menos de los que dura una vida humana.
En 2001 nuestro centro galáctico se hizo 45 veces más brillante durante 3 horas. La energía liberada se corresponde a lo esperado si un trozo de materia con la masa de un cometa hubiera caído en el agujero negro. Evidentemente este no ha sido el mayor de los estallidos. Sí lo fue el de hace dos millones de años, cuando lanzó un tremenda cantidad de radiación de alta energía al espacio, 100 millones de veces más potente que su emisión actual: se produjo lo que se llama una explosión Seyfert. Quizá nuestros antepasados, allá en la sabana africana, vieran el fogonazo...
Lo más interesante es que se conserva el registro de esa explosión en un débil resplandor que se observa en la corriente magallánica, una larga cinta de gas compuesta principalmente de hidrógeno que se extiende alrededor de la Vía Láctea y situada a medio camino de nuestras galaxias-satélite las Nubes de Magallanes. Las observaciones del telescopio espacial Hubble apuntan a que este arroyo intergaláctico salió de la Pequeña Nube hace unos dos mil millones de años. Pues bien, ese sutil brillo en la corriente es la consecuencia de aquel chorro de alta energía que salió del corazón de nuestra galaxia hace dos millones de años y golpeó la corriente magallánica, haciéndola relucir del mismo modo que el viento solar provoca las auroras polares en la Tierra. Un brillo que todavía perdura.