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La historia del VIH: no hay enemigo pequeño

Tras la muerte de Luc Montagner, uno de los descubridores del virus causante de la pandemia del sida, es un buen momento para reflexionar sobre la vulnerable que es nuestra sociedad ante las pandemias.

En 1911 Francis Peyton Rous, un patólogo de la Universidad Rockefeller en Nueva York, observó algo que parecía imposible: podía transmitir un tumor maligno a un ave, en particular un pollo sano, simplemente exponiéndolo a un filtrado libre de células de otro pollo enfermo. O dicho de otro modo: había un tipo de virus, hoy conocidos como retrovirus, que eran capaces de producir tumores cancerosos. Su propuesta fue recibida con gran escepticismo entre la comunidad médica, que no se creía que esto fuera posible. Y a pesar de que 55 años más tarde recibió el Premio Nobel por su descubrimiento, nadie entonces podía imaginar que un retrovirus iba a ser responsable de una de las cinco pandemia más mortíferas de la historia. A día de hoy, 36 millones de muertos.

África occidental, año 1900. En las selvas del sur de Camerún, poco accesibles al ser humano, los chimpancés convivían con un virus conocido como SIVcpz o virus de inmunodeficiencia en simios. No se sabe cuánto tiempo llevaba entre ellos pero tampoco era especialmente preocupante, pues los pocos humanos que entraban en contacto con él a través de su sangre y el consumo de su carne -muy apreciada por los lugareños- no resultaban infectados. Sin embargo, la capacidad de los virus para adaptarse al medio es muy alta, y poco tiempo tuvo que pasar para que el SIV hiciera del cuerpo humano su casa. De los miles de mutaciones aleatorias que aparecen en su material genético hubo unas pocas que le permitieron abrir la llave de nuestras células. Y a partir de ahí, ancha es Castilla.

Durante las dos primeras décadas del siglo XX el VIH o virus de la inmunodeficiencia humana estuvo contenido en las pequeñas comunidades que vivían por aquella zona. Su expansión fue muy lenta debido al escaso contacto que existía entre las diferentes aldeas. Durante ese tiempo fue afianzando su nueva forma de propagarse: por las relaciones sexuales. Y en algún momento entre 1930 y 1940 viajó por el río Congo hasta un núcleo urbano en rápida expansión: la ciudad de Kinsasa. Nombrada capital del entonces llamado Congo Belga en 1929, el crecimiento de la ciudad estaba siendo exponencial: gentes de todos los lugares llegaban a ella en busca de nuevas oportunidades.

Y para un virus eso era como abrir un buffet libre.

Asentado en la capital, el VIH empezó a diseminarse por todo el continente africano usando dos vías: el contacto sexual y el uso de material médico contaminado. De las dos cepas principales de este virus, VIH-1 y VIH-2, la primera es la causante de la pandemia mundial que siguió; la segunda cepa se encuentra confinada en África. Dentro de la cepa VIH-1 se distinguen varios grupos, siendo el más importante el M, responsable del más del 90% de las infecciones. A su vez, en este grupo podemos distinguir varios subtipos diseminados por diferentes regiones del planeta. Así, el subtipo A es común en el África oriental mientras que el B es el dominante en Europa, América, Japón y Australia. Los esfuerzos de los científicos por identificar su origen ha dado sus frutos: en julio de 1960, tras la independencia del Congo, las Naciones Unidas enviaron expertos y técnicos francófonos de todo el mundo para ayudar a llenar los vacíos administrativos dejados por la salida del gobierno belga. En 1962, un gran grupo de haitianos se sumaron a los casi 4.500 expertos que ya había en el país.

Este fue el punto de inflexión en la infección, que acabó convirtiéndola en la pandemia que asolaría el planeta: diversos estudios apuntan a que la gran mayoría de las infecciones que ocurren fuera del África subsahariana tienen su origen en una única persona desconocida que se infectó con el VIH en el Congo, viajó a Haití y luego llevó la infección a Estados Unidos hacia 1969.

Claro que esto no quiere decir que el virus no estuviera ya circulando por aquel país: aparentemente, el primer caso documentado de sida en Estados Unidos fue un adolescente de Missouri llamado Robert Lee Rayford, que murió de neumonía en 1969. Esto en sí no es indicio de nada extraño, pero sufría otros síntomas que dejaba perplejos a los médicos. Así, en la autopsia se descubrió que presentaba lesiones en sus órganos compatibles con el sarcoma de Kaposi, un tipo de cáncer muy raro que afecta principalmente a los ancianos de ascendencia judía Ashkenazi, pero que jamás se había encontrado entre jóvenes afroamericanos como Robert. Hoy sabemos que este tipo de cáncer es una enfermedad asociada al sida.

En 1978 la prevalencia del VIH-1 entre los homosexuales de Nueva York y San Francisco era del 5%, lo que sugiere que varios miles de personas por todo el país estaban infectadas. Y había que encontrar al causante. Era una carrera contrarreloj pues sin saber quién era el que provocaba que el sistema inmune de los enfermos desapareciera del mapa, no habría forma de encontrar una cura. En 1983 un equipo de investigación del Instituto Pasteur de París dirigido por Luc Montagnier, Françoise Barré-Sinoussi y Jean-Claude Chermann encontró un retrovirus que parecía estar detrás de las infecciones. Un año más tarde, desde el otro lado del Atlántico, el grupo liderado por Robert Gallo confirmaba este descubrimiento. El resto, ya es historia.

El virus del sida no solo ha provocado una revolución sanitaria y social que aún perdura. También obligó a cambiar el llamado dogma de la biología molecular, que decía que la información genética fluía siempre de este modo: ADN – ARN – proteína. En los años sesenta solo un pequeño y combativo grupo de científicos pensaba que el virus descubierto por Peyton Rous era el causante de ciertos tumores. Lo cierto es que era una idea impensable: ¡un virus de ARN pasando su información genética al ADN de la célula! En 1970 dos biólogos moleculares, Howard Martin Temin y David Baltimore descubrían de forma independiente cómo lo hacía: a través de una enzima llamada transcriptasa inversa. Con ello se pudo entender cómo el virus del sida insertaba su material genético en las células humanas: la transcriptasa copia el ARN del virus y lo pasa a ADN, que se inserta en el genoma humano como si fuera un componente más.

Ahora bien, el VIH es sutil y malicioso. No solo es capaz de insertarse en el ADN de nuestras células, en particular en las del sistema inmune (los linfocitos T CD4+), donde se replica y las destruye. También se toma su tiempo: puede quedarse esperando durante años, en estado latente, y reactivarse en cualquier momento. Es por esta característica que a este tipo de virus se les llama Lentivirus.

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