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Las científicas cuentan...

Newton, Einstein, Darwin, Lavoisier… Son algunos de los nombres que salpican las páginas de esos libros de historia de la ciencia que hacen un relato heroico de grandes hombres con grandes ideas. Pero el progreso científico ha sido el producto de muchos personajes anónimos que la historia ha relegado al olvido. Y entre ellos tenemos un grupo que representa a la mitad de nuestra especie: las mujeres.

¿Alguien sabe quién describió la estructura del núcleo de la Tierra? La geofísica Inge Lehman, quien tiene el peculiar honor de ser la autora del artículo científico con el título más corto de la historia, P'. ¿Y quién salvó la vida de muchos pilotos aliados durante la II Guerra Mundial? La ingeniera y temeraria motorista Beatrice Shilling, que descubrió un grave problema en los aviones de combate con motores Rolls-Royce. ¿O quién propuso que las estrellas eran inmensas bolas de hidrógeno y helio? Cecilia Payne-Gaposchkin, en su tesis doctoral defendida en 1925. Cecilia, que iba para botánica, cambió de opinión tras acudir al Trinity Hall de Cambridge para escuchar al astrónomo Arthur Eddington dar una conferencia sobre los resultados de su expedición que demostraba las ideas de Albert Einstein. Fue una de las cuatro mujeres presentes en aquella sala.

Otra 'investigadora en la sombra' fue la polaca Stefanie Horovitz, que se dedicó a medir el peso atómico de distintos elementos, un campo de capital importancia en la segunda mitad del siglo XIX. Junto con Otto Hönigschmid, del Instituto del Radio en Viena, demostró que los pesos atómicos de los elementos no eran invariantes, sino que existían los isótopos. Su artículo es considerado como uno de los más cruciales de la química de la primera mitad del siglo XX.

A las mujeres nunca se lo han puesto fácil. Véase el caso de Wally Funk, una de las 'Mercury 13', trece mujeres que deseaban convertirse en las primeras astronautas de Estados Unidos. El programa fue dirigido por Randolph Lovelace, responsable del Comité de Ciencias de la Vida de la NASA. Convencido de que las mujeres podían hacerlo tan bien o mejor que los hombres, las sometió a las mismas (y terribles) 87 pruebas. Funk no solo las pasó, sino que realizó otras opcionales como la de soportar condiciones de aislamiento absoluto, encerrada en una habitación oscura e insonorizada y flotando en el agua. Después de 10 horas y 35 minutos los responsables de la prueba la dieron por terminada, y no porque ella no aguantara más. Sin embargo la NASA -con el aplauso de los candidatos hombres- decidió que el espacio no era lugar para una mujer.

La sociedad del siglo XX no ha sido amable con las mujeres. Pocos saben que en 1957 un joven Carl Sagan obligó a su primera mujer a abandonar su doctorado para cuidarle para que él pudiera concentrarse totalmente en su incipiente carrera. Aquella sacrificada mujer se convertiría, tiempo después, en una de las microbiólogas más importantes del siglo XX, Lynn Margulis.

En 1965 el famoso observatorio de Monte Palomar, el lugar donde se encontraba el telescopio más grande del mundo, permitió la entrada a una astrónoma: se trataba de una joven treintañera recién doctorada por la Universidad de Georgetown llamada Vera Rubin, que pocos años más tarde demostraría la existencia de la materia oscura. Por entonces la situación para la mujeres no era nada fácil; cuando el gran cosmólogo George Gamow la invitó a su laboratorio, tuvo que hablar con ella en el recibidor del edificio porque las mujeres tenían prohibido el acceso a los despachos. Fascinada por las estrellas desde muy niña, Vera obtuvo su doctorado en condiciones muy complicadas: iba a clases nocturnas a la Georgetown mientras sus padres cuidaban de sus dos primeros hijos y su marido, el matemático Robert Rubin, la esperaba fuera en el coche, pues Vera no sabía conducir.

Resulta curioso descubrir que esta discriminación intelectual de la mujer vino provocada en gran medida por obra y gracia del filósofo y antropólogo Herbert Spencer, un nombre hoy relegado a los textos sobre historia de la antropología pero que en su época fue el principal influencer intelectual de Europa. Para Spencer la función fundamental de las mujeres era la cría de los hijos. Como las hembras mamíferas son las únicas que ovulan, gestan y dan lactancia, Spencer supuso que el uso de tal cantidad de energía en la reproducción limitaba el desarrollo mental de la mujer. Por supuesto, esto las hacía incapaces de evolucionar hacia las más altas facultades intelectuales y emocionales, los “últimos productos de la evolución humana”: los hombres producen, las mujeres reproducen. Ciertamente Spencer conocía la capacidad de las mujeres para el razonamiento abstracto. Y en alguien muy cercano a él, la escritora Mary Ann Evans, más conocida como George Eliot. Pero Spencer la veía como un monstruo de la naturaleza producido por una masculinización de su intelecto.

Con semejante ideología no fue complicado negar a las mujeres su acceso a la ciencia argumentando que era solo por pura biología: en general, y salvo engendros, no podían triunfar. Ya lo dijo sarcásticamente la escritora Simone de Beauvoir: “ella es un matriz, un ovario; es una hembra. Esta palabra es suficiente para definirla”.

La historia nos demuestra que ser mujer y científica significaba enfrentarse a una carrera de obstáculos -y en ocasiones aún lo es-. Pero aún así, en cada despacho, en cada laboratorio de investigación, nos encontramos con una historia, una anécdota, que nos revela que, además de científicas, son personas con sus aficiones, sus obligaciones, sus anhelos... Eso sí, todas ellas comparten una misma pasión, una característica que las hace únicas. ¿Cuál? En este vídeo vais a encontrar el testimonio personal de cinco científicas españolas. Os reto a que descubráis cuál es.

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