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Todos podemos llegar a mantener posturas políticas estúpidas

A pesar de que creemos que detrás de todas nuestras decisiones políticas hay un cálculo racional, en realidad gran parte de ellas se sustentan en las emociones.

Nuestra tendencia a abrazar un pack ideológico si está siendo defendido por el partido político al que votamos es tan generalizada que incluso somos capaces de obviar la información que contradiga sus postulados y exagerar la que los confirmen.
Para demostrar hasta qué punto esto es así, incluso pudiéndose identificar en la actividad de nuestro cerebro, en 2004 Drew Westen hizo uso de imágenes obtenidas por resonancia magnética funcional (IRMf) de quince personas que se definían como demócratas y quince personas, como republicanos.
Tras introducirse en el escáner, los sujetos tenían que contemplar dieciocho conjuntos de diapositivas donde se podían ver, por ejemplo, unas declaraciones del presidente George W. Bush o su rival demócrata, John Kerry. Si en una diapositiva un presidente afirmaba una cosa, en la siguiente, tomada tiempo después, se vertía otra afirmación que se contradecía de forma evidente con la anterior.
Lo que Westen quería medir era cómo se evaluaba esa contradicción. Lo que ocurrió es que si el presidente que se contradecía pertenecía a su ideología, entonces en el sujeto se activaban zonas del cerebro asociadas con la amenaza. Si era de ideología contraria, el sujeto no sentía ninguna amenaza, e incluso podía experimentar algo de placer.

Cerebro partidista

Tal y como escribe Jonathan Haidt en su libro La mente de los justos: “La información amenazante (la hipocresía de su propio candidato) activó inmediatamente una red de áreas cerebrales relacionadas con la emoción, áreas asociadas con la emoción negativa y respuestas al castigo […] Las áreas activadas incluían la ínsula, córtex prefrontal central, córtex del cíngulo anterior, CPV ventromedial y córtex cingulado posterior.”
Lo que revelan estos resultados es que un cerebro partidista, es decir, comprometido con una ideología o un partido político, funciona con procesos emocionales intuitivos y que, en muchas ocasiones, si la razón participa es para justificar la nueva información a fin de que ésta no derribe las creencias previas o los prejuicios. O como lo resumió Benjamin Franklin: “Ser criaturas racionales resulta harto conveniente, pues nos permite encontrar o inventar una razón para todo aquello que se nos antoje”.
De hecho, la política actual, tan mediática, tan de Twitter, tan de zascas donde lo que importa es el ingenio y la retórica y no tanto las propuestas sólidas a nivel racional, impera más que nunca esta dinámica de enfrentamiento entre dos polos opuestos que no tienen nada en común. Por esa razón, el partidismo político se parece cada vez más al fanatismo deportivo. No en vano, los niveles de testosterona se disparan o disminuyen en la noche electoral tal y como lo hacen los domingos en la Super Bowl o cualquier otro encuentro deportivo importante, como señaló un estudio del año 2009.
Todo ello, además, está orquestado por elegantes sistemas de autoengaño y por lo que los psicólogos denominan “razonamiento motivado”, es decir, dirigir un argumento hacia una conclusión preferida en vez de dirigirlo hasta donde nos lleve. Como abunda en ello Haidt: “Y si pasa esto, entonces explicaría por qué los partidistas extremos son tan tercos, cerrados de mente y están tan entregados a creencias que a menudo parecen extrañas o paranoicas”.

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