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A vueltas con el concepto de solidaridad

La solidaridad no sólo es un principio individual, sino también un compromiso moral con el colectivo, con España y con todos y cada uno de los españoles

La solidaridad, al igual que la libertad, son principios tan esenciales y naturales que cuesta entender que se aborden prioritariamente en la Constitución española como reverso de un modelo de financiación territorial. Sin embargo, así es, imponiendo la solidaridad como un principio de acción obligatoria entre regiones. El reciente debate abierto sobre la igualación tributaria no es sino el revés de la trama del concepto de solidaridad.

La solidaridad como la equidad o son valores individuales o no lo son. O son ideas morales y, por tanto, basadas en la autonomía personal, o no lo son. Y difícil es justificar que se sobreponga a esa dimensión liberal un relato territorial como si el bienestar común se dividiera en territorios o la justicia como valor social fuese valor de cambio del modelo territorial.

Cuarenta y dos años después, quizá sea tiempo ya de hacer una reflexión profunda, y dejar aparte el concepto de “muchedumbre solitaria” de Riesman para dar paso al de “muchedumbre solidaria”. Porque, y no albergo dudas, parte del deterioro por agotamiento del modelo tiene su raíz en la inconsistencia y en la levedad del principio de solidaridad. De hecho, la negación de lo común, del “solidum”, de la obligación compartida de crear sociedad favoreciendo a todos y cada uno de sus miembros, para ceder ante la pacata construcción del oprobio y de la discriminación como función de legitimación y de respuesta territorial, nos lleva y nos llevará, si no lo remediamos, a debilitar más ese vínculo, tal como está ocurriendo con las íntimas tensiones políticas sobre el modelo de financiación territorial.

Solidaridad con el todo

Hay otra solidaridad responsable, que es la solidaridad intergeneracional, apenas advertida en el mundo de los seguros sociales de los setenta. Porque el envejecimiento progresivo de la población española y la pírrica natalidad han ahondado la brecha del coste de los servicios y de la insostenibilidad del modelo prestacional. A esta forma de solidaridad demográfica e intertemporal se recurre con gráficos y proyecciones pero nadie recuerda que es la solidaridad de la necesidad y que en cualquier momento puede estallar. La demografía ha superado a la ética, y el invierno demográfico a la primavera del progreso. Y todo ello ha engendrado una situación en la que la sociedad española asiste anestesiada a esta evolución, sin caer en la cuenta de que los más desfavorecidos somos, de un modo u otro, todos nosotros, a nada que proyectemos nuestra realidad a un futuro inmediato. La Constitución de 1978 no refleja el gran reto de la involución demográfica y, paradojas del destino, se ha convertido aunque no lo parezca, en el formidable desafío que hay que abordar.

La solidaridad, como la fraternidad, son valores materiales y relacionales que conducen a la libertad moral y a la autonomía moral, creando una sociedad habitable y, según expresión de la modernidad, sostenible. Los objetivos comunes de una sociedad justa y solidaria no pueden ser acrónicos puesto que ha quedado demostrado que la solidaridad es un valor intersubjetivo que actúa no solo en el momento presente sino también se traslada entre diferentes generaciones. Las amenazas son intertemporales de modo que los principios universales de justicia e igualdad no pueden administrarse como un presente efímero sino que deben ser analizados y respondidos a escala temporal. En esta ética discursiva de la solidaridad intergeneracional, han irrumpido derechos humanos de cuarta generación y es donde se inscribiría la segunda solidaridad, como es la protección al medio ambiente y el derecho al desarrollo y a la paz, singularmente relevante en este punto cuando se refiere a los derechos de la infancia y de la adolescencia.

En suma, hay que repensar, pues, la solidaridad como una forma de compromiso con el todo, es decir, con España, y con todos y cada uno de los españoles. Formar un nuevo concepto de “nosotros” como un todo compacto, en el que hagamos frente a la desigualdad, pero como concepto individual antes que territorial. La medida de la libertad individual de cada español ha de estar supeditada a la medida misma del bienestar colectivo, sin asimetrías de zona, que, a las evidencias pueden remitirse, acaban envileciendo el beneficio común. La única asimetría posible es la que pone el foco en el más desfavorecido y en el más vulnerable, para poder así reivindicar el compromiso de los ciudadanos libres de manera unilateral para responder por todos y de todos.

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