¿Qué pasaría si el Estado prohibiera el tabaco?
Si en España fumar causa la muerte de casi 60.000 personas al año y la mortalidad atribuible al tabaco en el mundo podría superar los 8 millones de consumidores activos al año… ¿por qué no se prohíben los cigarrillos? Muy sencillo: porque es imposible.
Encender un cigarro y aspirar el humo del tabaco es un placer para algunos. También un acto de libertad: una elección personal que genera graves daños a la salud de los miembros de la comunidad, a los familiares del que fuma y, sobre todo, al propio fumador. A partir de estas certezas hay muchos argumentos para una intervención correctora –y coercitiva– por parte del Estado: desde la prohibición de fumar en establecimientos públicos hasta la interdicción total, pasando por una presión fiscal disuasoria, con impuestos tan elevados que el fumador se vea obligado a reducir o abandonar el consumo. Pero, ¿qué pasaría si el Estado prohibiera totalmente la venta y el uso del tabaco?
Simplemente, no puede hacerlo. De entrada, la economía se resentiría gravemente: el tabaco es el producto que más impuestos soporta en España. La carga fiscal sobre los cigarrillos representa un 80% del precio final de la cajetilla. Un porcentaje significativo si se compara con otros productos también sujetos a imposición indirecta elevada: el gravamen medio sobre la gasolina es de un 51% y el de las bebidas alcohólicas de alta graduación, de un 42%. Como sucede con el IVA, la tributación especial sobre el tabaco es un “impuesto armonizado”, lo que significa que su estructura básica se fija en una Directiva comunitaria, siendo los Estados de la Unión Europea los responsables de su traducción a normativas nacionales.
Desde el punto de vista de la Hacienda Pública, los impuestos sobre el tabaco cumplen un doble objetivo: por un lado se utilizan con fines recaudatorios y por otro, pretenden penalizar su consumo.
En España, la recaudación fiscal del tabaco se mantuvo estable en 2018 por sexto año consecutivo, en torno a los 9.000 millones de euros. Para hacernos una idea: una cifra equivalente al coste final que tuvo la construcción del AVE entre Madrid y Barcelona. Tras años de caída, como consecuencia de la crisis económica y de subidas fiscales que impulsaron el contrabando, en 2018 la facturación total sumó 11.753 millones de euros, un 0,87% más; el volumen total del producto (puros, cigarrillos, picadura para liar…) se mantuvo sin cambios en 53.729 toneladas.
La propia Ley de Impuestos Especiales justifica este gravamen, al señalar que el consumo de los productos hipergravados (hidrocarburos y bebidas alcohólicas, además del tabaco) genera unos costes sociales, que no son tenidos en cuenta a la hora de fijar sus precios por las empresas, y que deben ser sufragados por los consumidores, a pesar de que no sean impuestos finalistas (es decir, que el importe obtenido con su recaudación no tenga un destino expresamente definido). Así, el impuesto cumple una finalidad extrafiscal como instrumento, entre otras, de las políticas sanitarias, energéticas y medioambientales.
En la UE, la fiscalidad del tabaco se mueve en un rango de entre el 62,3%, de Luxemburgo, con el gravamen más bajo, y el 87,5% de carga fiscal en Grecia, la más alta de la UE. España se encontraría en línea con los países de su entorno, con un 80,3% sobre el precio medio de venta al público de los cigarrillos.
En opinión del doctor Rodrigo Córdoba, portavoz del Comité Nacional para la Prevención del Tabaquismo, “el tabaco ya no se puede prohibir: resulta que hay 1.000 millones de consumidores en el mundo y estamos hablando de un producto que es legal desde siempre; aunque ningún país democrático hubiera autorizado su comercialización de saber lo que sabemos desde el último tercio del siglo XX”.
En 2008, la Organización Mundial de la Salud definía al tabaco como "la principal causa mundial de muerte evitable". Paradójicamente, la mayoría de expertos de la OMS considera poco probable que una prohibición del tabaco fuera efectiva hoy. Cuando se prohíbe una sustancia, su consumo sigue siendo amplio, como sucede con las drogas ilegales. La prohibición crea, además, su propio conglomerado de problemas: tiende a favorecer la actividad delictiva y el descontrol en la calidad del producto, generando un aumento de los costes de seguridad, policiales y legales. Finalmente, no es probable que la prohibición total fuera políticamente aceptada en 2020 en la mayor parte de los países occidentales, con su culto a la libertad individual.

Los efectos de dejar el tabaco
El fracaso desastroso de la Prohibición en Estados Unidos –la famosa “Ley Seca” de 1920-1933, de cuya promulgación se cumplen ahora cien años– es un recordatorio y una enseñanza de la ineficacia de las medidas represivas: aunque disminuyó ligeramente el consumo de alcohol en Norteamérica, el mercado negro, el crimen organizado y la corrupción, la industria clandestina y el descontrol sanitario se apoderaron del país.
Bután prohibió el tabaco en 2006 y Nueva Zelanda lo planeaba para este 2020; ha tenido que retrasarlo y subir la cajetilla a 20 euros. Finlandia tiene prevista su Ley Seca Antitabaco para 2030, pero es improbable que la medida funcione aislada: el tabaco seguirá entrando en el país debido a la demanda ocasionada por la adicción, y continuará ocasionando múltiples enfermedades; con el agravante de que se habrá perdido una parte sustancial de los recursos sanitarios para atenderlas. Extraídos, precisamente, de los impuestos especiales al tabaco.