Tiempo de sinrazón: ¿cómo afectan los avances tecnológicos a tu salud mental?
Los 81 años son los nuevos 65, dicen algunos. Pero la prolongación de la vida nos hace más vulnerables a sufrir una enfermedad mental. El uso profuso de nuevas tecnologías no ayuda.
"Aquí todos estamos locos. Yo estoy loco. Tú estás loca", le explicaba el gato de Cheshire a la desconcertada Alicia durante su visita al País de las Maravillas. Claro que no hace falta ser fruto de la imaginación de Lewis Carroll para tener el coco un poco tocado. Si nos atenemos a las cifras que arroja la Organización Mundial de la Salud (OMS), una de cada cuatro personas sufrirá algún tipo de trastorno mental a lo largo de su vida. La OCDE tampoco da alas al optimismo: según un informe de 2018, uno de cada seis europeos cae preso de alguna enfermedad mental cada año. Muchos más que hace un cuarto de siglo.
Tan grave es la situación que cuando, hace poco, la prestigiosa revista médica The Lancet convocó a 28 psiquiatras y neurocientíficos de reconocido prestigio internacional para debatir la problemática, la conclusión fue unánime: la salud mental vive una crisis mundial. Y sigue in crescendo.
Lo paradójico del asunto es que la involución en el bienestar de la mente ha ido en paralelo a los avances médicos y al crecimiento económico. ¿Cómo es posible? ¿Acaso el desarrollo ha hecho mella en nuestra razón? ¿O tal vez es que hoy en día diagnosticamos como "taras mentales" ciertos comportamientos a los que, un siglo atrás, nadie les daba la más mínima importancia? Las dos afirmaciones encierran algo de verdad.
Retrocedamos un poco en el tiempo. Concretamente, hasta el año 1880. Thomas Edison acaba de abrirse un hueco en los libros de historia patentando la primera bombilla incandescente con perspectiva comercial. Lo hace pocos meses después de que Werner von Siemens presente en Berlín la primera locomotora eléctrica. La electricidad está empezando a mover e iluminar al mundo. Como consecuencia, todo se acelera: el transporte y también la vida cotidiana. En el entorno laboral ahora prima la competitividad. La humanidad se ve empujada a vivir con la lengua fuera. Entretanto, la prensa gana peso e influencia, marcando el inicio de la era mediática. Es fácil entender que, así las cosas, el número de pacientes aquejados de ansiedad, dolor de cabeza, fatiga extrema y depresión se disparara.
Del reloj del pulsera al teléfono móvil
El primero en darse cuenta de los que estaba ocurriendo fue un neurólogo estadounidense llamado George Miller Beard. Fue él quien usó el término neurastenia para dar nombre a lo que él consideraba un nuevo trastorno mental causado por aquel ajetreo de la "vida moderna". Los avances de la civilización, defendía Beard, tenían un precio demasiado alto para la mente humana. Sobre todo desde que el Homo Sapiens empezó a vivir pendiente de las manecillas del reloj.
"Antes del uso generalizado de instrumentos de medida del tiempo, manejábamos márgenes más amplios para acudir a una cita o llegar a nuestro destino cuando emprendíamos un viaje", escribía el neurólogo. "A los coches de caballo no se les exigía la puntualidad que ahora pedimos a los trenes; y las personas estimaban el tiempo mirando el sol y no se ponían por norma frenéticas ante la sola posibilidad de perder un minuto de su tiempo", se lamentaba Beard, que también aseguraba que quitarle a un hombre el reloj de la muñeca era imposible sin que repercutiera negativamente en su sistema nervioso.
No han cambiado mucho las cosas desde entonces. Solo que, en vez de preocuparnos por la neurastenia como los coetáneos de Beard, nosotros transitamos por las aguas del estrés, la depresión, la ansiedad y la fibromialgia. Que, en vez de agobiarnos por los ritmos que marcan los tendidos eléctricos, lo que nos trastoca es la hiperconectividad del mundo digital. Y que lo que bajo ningún concepto podemos dejarnos olvidado en casa no es el reloj sino el teléfono móvil. Es decir, nuestro punto de acceso a hordas de información y a las redes sociales que -en teoría- nos "conectan" con el resto del mundo.
Cada vez hay más enfermedades mentales
Pero hay más. Con el desarrollo económico y el auge del sector servicios, los estándares de lo que se considera un "individuo normal", o lo que es lo mismo, capacitado para ocupar cualquier puesto de trabajo, han dado un giro importante. Porque no es igual trabajar de cara al público que arando una superficie agrícola o montando coches en cadena en una fábrica. Y eso ha hecho que afloren trastornos como el trastorno por déficit de atención, el autismo o el trastorno bipolar de los que nuestros bisabuelos ni habían oído hablar.
De hecho, mientras las patologías de todos los órganos del cuerpo que manejan los médicos apenas varían de una década para otra, los profesionales de la psiquiatría trabajan de un modo distinto. Ellos diagnostican según los dictados del Manual Diagnóstico y Estadístico de Trastornos Mentales (DSM por sus siglas en inglés), la biblia de las enfermedades mentales. Se instauró para facilitar acuerdos entre las compañías médicas aseguradoras en lo referente a la salud mental y está sometida a constante revisión. En cada edición -actualmente va por la quinta- aparecen nuevas enfermedades y desaparecen otras.
Sin ir más lejos, en la última versión se incorporaron novedades como el trastorno de disregulación emocional disruptivo (rabietas infantiles desproporcionadas), el trastorno por atracón (comer en exceso en más de 12 ocasiones durante tres meses), el trastorno por excoriación (rascado compulsivo de la piel), el trastorno por acaparamiento y un largo etcétera. Definiciones que transcienden las páginas del DSM-V convirtiendo a personas antes consideradas sanas en enfermos mentales.

Ránking esperanza de vida
Por otra parte, no podemos pasar por alto que el reciente aumento de la esperanza de vida ha socavado a la mollera. Que la longevidad haya crecido en el último siglo a un ritmo de cuatro años por década (o, lo que es lo mismo, 10 horas diarias) tiene consecuencias para nuestro órgano pensante. ¿Los 81 años son los nuevos 65, como intentan vendernos algunos gurús de la senectud? Es posible que sí. Pero con matices.
Porque resulta que los ancianos son carne de cañón para la demencia. Sobre todo para el alzhéimer, esa despiadada enfermedad neurodegenerativa que desmantela lenta y cruelmente las zonas del cerebro que controlan la memoria, el pensamiento y el lenguaje. La OMS estima que hay más de 47 millones de personas con demencia en el mundo, una cifra que se triplicará cuando arranque 2050. Para hacernos una idea de la magnitud del problema, cada tres segundos aflora un nuevo caso de demencia en el mundo. Y eso que las autoridades sanitarias también sospechan que tres de cada cuatro afectados jamás llegan a ser diagnosticados.
Esta realidad debería darnos mucho que pensar en la piel de toro. Sobre todo después de que un reciente estudio de la Universidad de Washington (EEUU), publicado en la revista The Lancet y financiado por la Fundación Bill y Melinda Gates, anunciara que, en el año 2040, España ocupara el primer puesto en el ránquin mundial de esperanza de vida. Por delante incluso de los longevos nipones. Ahí es nada. Si conseguimos una prórroga vital, pero el coco nos deja de funcionar demasiado pronto, ese tiempo extra habrá servido de poco.
Si a la vista de estos datos te da por suspirar y proclamar aquello de "juventud, divino tesoro", no te precipites. Porque, en los tiempos que corren, la lozanía tampoco es ningún salvoconducto. Según datos recientes de la Asociación Americana de Psicología, los problemas mentales entre los adolescentes y los jóvenes menores de 26 años ha crecido más de un 60 por ciento desde 2011. Demasiado rápido si se compara con generaciones anteriores.
¿Los culpables? Según Jean Twenge, profesora de la Universidad Estatal de San Diego (EEUU), todas las miradas se dirigen a la comunicación digital y las redes sociales. Sospecha Twenge que reemplazar la interacción cara a cara por la comunicación online ha disparado los trastornos del estado de ánimo y también las tendencias suicidas. Especialmente en la generación iGen o "generación del yo", esto es, los nacidos después de 1995, que bajo el brazo no traían una barra de pan sino un teléfono inteligente.
Twenge no es la única aferrada a esta teoría. Últimamente los científicos han acumulado pruebas de que existe un vínculo entre tecnología y ansiedad. Pruebas de que el bombardeo constante de información al que nos sometemos "infoxica" el cerebro y deja secuelas. Pruebas de que la falta de interacción social y el aislamiento prolongados reducen hasta en un 20 por ciento el volumen de las neuronas de la corteza sensorial y motora y provocan deterioro cognitivo. Los más duchos en la materia aseguran que a las nuevas generaciones solo les queda una opción para preservar su sesera cuando sean mayores y evitar la sinrazón: someterse a tiempo a un detox digital.