Sobre (y desde) la mediocridad
Una sociedad dominada por mediocres es una sociedad agenésica, incapaz de crear nada, de variar un ápice su rumbo porque solo está firmemente capacitada para obedecer ciegamente el camino que le han marcado independientemente de lo que tenga delante. Pero hay motivos para su expansión.
El mediocre no es necesariamente el tonto ni el ignorante (aunque abunden unos y otros en el espectro social, nunca alcanzan el volumen de los mediocres); suele ser alguien que actúa con eficiencia y muestra obediencia al procedimiento que le dictan. El mediocre hace lo que le dice la gente, su gente. Dice el proverbio chino que cualquier sabio puede sentarse en un hormiguero pero solo el necio permanece sentado en él. A todos nos conforma la mediocridad, pero el mediocre no sale de ahí, porque persiste. Ahí radica la esencia de su mediocridad. El que no cuestiona ni somete a crítica su proyecto es, según Heidegger, “impropio”, carece de la propiedad de sí mismo por haberla cedido al rebaño, y ahí también reside su carga vírica; en que desactivará cualquier iniciativa que sobresalga o engrandezca el orden establecido.
No se escapa de la mediocridad ni la capacidad crítica ni la cultura. Cuando la crítica no se pone en crítica, el crítico es solo un mediocre crítico. Cuando Shakespeare es leído por un mediocre, solo tenemos a un mediocre que lee a Shakespeare. El mediocre no es que sea un conservador, es que es un infatigable continuista. Nada nuevo genera, nada se engrandece a su alrededor. Una sociedad dominada por mediocres es una sociedad agenésica, incapaz de crear nada, de variar un ápice su rumbo porque solo está firmemente capacitada para obedecer ciegamente el camino que le han marcado independientemente de lo que tenga delante. En el actual orden del mundo, el que no giremos colectivamente el rumbo es la prueba del algodón de que los mediocres han tomado el poder y nos gobiernan en todos los ámbitos (económico, cultural, político…) de forma escandalosamente mediocre. Al mediocre le hemos quitado su depredador natural.
Hay un principio de teoría del conocimiento formulado, si mal no recuerdo, por Hume, que anuncia que solo lo semejante puede conocer lo semejante. Así, el mediocre solo es capaz de reconocer (y poner en valor y emparentarse) a otro mediocre, y como sucede en las lógicas de la corrupción, irradia. Donde hay un mediocre seguro que habrá más porque antes de alcanzar su punto de máxima incompetencia (el principio de Peter en las jerarquías laborales) habrá hecho escalar y prosperar a otros semejantes, habrá generado una infraestructura de mediocres alrededor. Pero tiene dos motivos más para su continua expansión.
Decía el moralista francés Nicolas Chamfort que el éxito de una obra se da en ajustar la relación entre la mediocridad del autor y la del público. Adoramos la mediocridad, esa es su primera ventaja. Continuamente elevamos a los altares de la gloria a los mediocres; los convertimos en líderes de opinión, les permitimos rehacer o pulverizar el canon artístico al dictarnos lo que hay que ver, escuchar o leer, les proporcionamos popularidad al mirar continuamente hacia ellos, les otorgamos la gestión y la escritura de lo colectivo quizá porque nos reconocemos en ellos, porque ya nos somos capaces de salirnos de nuestra propia mediocridad y posiblemente porque creemos que si un mediocre es admirable, quizá nosotros también lo seamos algún día. La segunda ventaja que fundamenta la expansión colonizadora del mediocre es que tiene una virtud; cuando el mercado exige flexibilidad, obediencia y adaptabilidad, un mediocre es alguien fácilmente reemplazable por otro mediocre.
Lo propio de la mediocridad es la desertización, la colonización de su vacío , de su nada reactiva que como el fanatismo (una forma nítida de mediocridad) inmoviliza. “El desierto crece. ¡Ay de aquel que dentro de sí cobija desiertos!”, sentenciaba el Zaratustra de Nietzsche. No fue el único que anunció el reino de la igualación en la mediocridad; a su manera también lo hizo Walter Benjamin con su concepto de aura, o Adorno con su crítica a la industria cultural. Otro más cercano y accesible ha sido Forges.
En su viñeta, dos tipos están sentados a la mesa del bar. Uno con la mirada perdida y llevándose la mano a la cabeza piensa en voz alta: “Me temo que vamos hacia una sociedad inculta, insolidaria e incompetente”. El otro, mirando indiferente al televisor, responde: “Gol”.